Las «Zonas de Paz» no fueron sino patrañas ideológicas sin respaldo en la realidad
Oscar Tenreiro
Justo cuando entré a estudiar Arquitectura (1955) se celebraba en Caracas el IX Congreso Panamericano de Arquitectos. Participé en él como estudiante aunque faltaba un mes o dos para que comenzaran las clases. Vale la pena compartir lo que recuerdo de mi juvenil experiencia porque lo que allí aconteció tuvo que ver con el espacio que con particular ambición trataba de abrirse nuestra disciplina en el medio venezolano.
Se celebró el Congreso en el Conjunto Aula Magna-Biblioteca de la Ciudad Universitaria, que se había inaugurado apenas dos años antes. Recuerdo vivamente el impacto que me causó esa espléndida arquitectura que ofrecía sus espacios a quienes eran apenas un puñado de muy jóvenes arquitectos (uno de los más viejos, Villanueva, tenía 55 años) pioneros en un país que si bien cargado de contradicciones que se harían evidentes pocos años después, se destacaba como lugar promisorio, como espacio abierto para hacer realidad la idea de transformación positiva, de avance, que se le atribuía en ese entonces a la arquitectura.
Mucho se ha hablado sobre falta de perspectiva política y social, grandilocuencia, sentido mesiánico injustificado y decenas de cosas más, cuando se enjuicia desde la perspectiva de hoy el talante que predominaba entre los arquitectos universalmente y del cual participaba la pequeñísima comunidad venezolana. Se prescinde al hacerlo de que el mundo y particularmente Europa, se recuperaba de la destrucción de una guerra y se emprendía un esfuerzo de recuperación que estimulaba muchas expectativas. Las propuestas del Movimiento Moderno, truncadas por el conflicto, reaparecían de nuevo con rostro fresco, y se sumaba a ello el surgimiento de los estudios sobre la ciudad (el urbanismo y sus aspiraciones de ciencia) junto al optimismo, bastante infundado pero real en ese momento, despertado por la Planificación Territorial como instrumento para corregir los desequilibrios del pasado inmediato. América Latina estaba en primera fila, y en ella un jovencísimo país, Venezuela, donde muchas cosas eran posibles, todas ellas vinculadas a la modificación del entorno físico, de la ciudad, con la nueva arquitectura como instrumento privilegiado.
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Flotaba en ese ambiente, repito, la idea de que la arquitectura era, por decirlo así, protagonista principal de los esfuerzos modernizadores del mundo en general y del proceso de maduración y consolidación de nuestro país en particular, lo cual despertaba una vaga idea de militancia que tenía algunos rasgos de secta. Así lo veo aún hoy cuando trato de trasmitir lo que me tocó vivir en esos años de iniciación.
Y a propósito de esa visión, salta en mi recuerdo la actitud de Julián Ferris, quien habría de ser nuestro primer Decano una vez que cesara el Régimen dictatorial en Enero de 1958, ya integrado al cuerpo de profesores a mediados de 1956, haciendo lucir su figura más bien elegante acentuada por su alta estatura, encorbatado y ataviado con lo que en ese momento debía usarse para estar al día (chaqueta y pantalón de poliéster brillante, era la moda), mientras hablaba a nuestro curso desde la tarima del salón de clases, con uno de sus pies montado sobre una silla, lo que acentuaba una especie de informalidad desafiante, mencionando las distintas cosas que en su opinión caracterizaban a un arquitecto. Se refería a la importancia del orden de las cosas en un espacio, cualquier espacio, asunto que debía ser preocupación permanente, de la necesidad de rodearse de objetos de diseño distantes del gusto predominante, de la importancia de establecer preferencias más o menos excluyentes en materia de arte, llegando en broma o en serio a la forma de vestirse y hasta la de organizar los textos en una carta siguiendo ideas de composición. Asunto por cierto que no era sólo una manía personal sino algo que corría en el ambiente, como el que se hubiera puesto de moda entre arquitectos la eliminación de las mayúsculas después de los puntos, lo cual hacía Gio Ponti en sus propios textos en la revista Domus. En resumen, se trataba de asumir algo así como un talante característico, cuestión que aún ocurre pero más disimuladamente y que en todas partes del mundo se asemeja a un rasgo de identidad de los arquitectos: una manera, un sesgo, un modo de ser, que ha sido ridiculizado por supuesto pero que en fin de cuentas existe en todas las actividades humanas.
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Y regresando al Congreso Panamericano, recuerdo especialmente la gran exposición que se presentó en la Plaza Cubierta del Aula Magna y Rectorado. Se me escapan ya del recuerdo muchas cosas pero no olvido (es curioso, me pregunto por qué), la maqueta de un edificio cilíndrico que presentó Julio Volante, arquitecto argentino recién llegado en ese entonces a Venezuela, poco tiempo después un venezolano más. Y no sé con precisión si estaba allí, pero la tengo en la memoria, la maqueta de lo que sería nuestra Facultad que en ese momento comenzaba a construirse, y supe después que había trabajado en ella Gonzalo Castellanos Monagas, ya fallecido, quien sería en 1959 mi compañero en un viaje memorable por el Sur de América Latina iniciándose una amistad que me enalteció.
El panorama que esa exposición presentaba era atractivo e impactante. Yo no estaba aún situado políticamente y con apenas quince años de edad difícilmente me podía dar cuenta de las cosas subterráneas. Porque evidentemente, tanto la exposición como el Congreso en general era usado también políticamente por la dictadura. Pero interesa desde la perspectiva de hoy destacar que en todo caso, ese uso político se fundaba irrefutablemente en la calidad de los productos y no en la ideología, que se dejaba, podríamos decir, implícita. Lo cual no es posible dejar de comparar con lo que venimos sufriendo hoy los venezolanos y juzgarlo como un contraste cruel: la pretensión revolucionaria de justificar con ideología las mayores mediocridades, la medianía, la falta total de consistencia cultural. Porque en todas las manifestaciones del ya lejanísimo Congreso lo expuesto podría mostrarse hoy perfectamente con el mismo tinte de orgullo, mientras que los supuestos logros actuales no son sino una especie de parodia lamentable. Parodia, es fundamental decirlo con claridad, que nos ha servido para comprobar entre otras cosas, que quienes presumían en aquellos años y sobre todo en lo que posteriormente ocurriría con el reinicio de la democracia venezolana, como supuestos adelantados de una mirada de avanzada progresista alimentada de un marxismo que se blandía con orgullo, se han revelado hoy como unos burócratas o beneficiarios de privilegios, insustanciales culturalmente pese a su pretensión de ilustrados, cómplices de una dictadura que ha escenificado las cosas más absurdas e irracionales arruinando además a un país que recibió verdaderos ríos de divisas extranjeras. Complicidad que se justifica con una foresta de palabras y coartadas destinadas a salvarse a sí mismos ante tanto desatino.
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Y no sólo estaba la exposición en ese Congreso, sino las deliberaciones y las distintas publicaciones, algunas de las cuales aún conservo. Una de ellas, un estudio hecho con la participación de Pedro Lluberes quien se destacaría en los años siguientes en la firma Bermúdez y Lluberes, ejecutores de una arquitectura seria y demostrativa de las nuevas ideas, quien había sido formado en el exterior con énfasis en el Town Planning. Se trataba de cuantificar las necesidades de estacionamiento de vehículos en el casco central de la ciudad y está fechado el 15 de Mayo de 1954. Si bien está dirigido a justificar un sistema de estacionamiento mecanizado patentado en Estados Unidos (que supongo aspiraban a vender), tiene la particular virtud de estar apoyado en un estudio urbano serio que usaba por ejemplo los datos de las primeras encuestas de Origen y Destino hechas aquí, además de una serie de análisis de interés. Lo que viene a reafirmar lo dicho antes, que se trataba de un tiempo donde la calidad era un imperativo porque estaban por decirlo así en primera fila los ejecutores de una disciplina que quería establecerse.
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Y cierro los comentarios de hoy regresando al tema de la justificación ideológica. Ya hace bastante tiempo que Aldo Rossi (de formación marxista believe it or not) escribió y sostuvo que no había justificación ideológica para un puente que se caía. Lo dijo con la clara intención de enfrentarse (eran los primeros años setenta del siglo veinte) a quienes venían apoyando, promoviendo o realizando una arquitectura pobre y adocenada justificándola con ideología. Uno pensaba que con esa valiente toma de posición (y lo digo así por tratarse de alguien del mismo bando de los justificadores) Rossi estaba poniendo punto final a lo que en esos tiempos se había convertido en una maligna carga que afectaba a los juicios de mucha gente de esas izquierdas radicales que revelaban ya desde entonces su insinceridad. Pero por lo visto, y lo podemos decir específicamente desde la experiencia venezolana, no ha sido así. En sociedades como la nuestra sabemos que todo ocurre con retraso, y si como lo referí la semana anterior entramos en el siglo veinte con treinta y cinco años de retraso, parece que ya vamos por el medio siglo si consideramos que la expresión de Rossi sigue sin ser oída, atosigados como estamos de justificaciones ideológicas. Un colega me hablaba por ejemplo de unos muy jóvenes arquitectos que presentaban hace poco unos trabajos financiados por el Régimen (los llaman, vaya ironía, espacios de paz) diciendo que los resultados no les interesaban sino el proceso. ¡Por Dios! ¿En qué planeta viven esos jóvenes?
En un planeta aislado por el retraso y la manipulación que se llama Venezuela.
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