La foto destacada es de Alejandra Loreto (2011)
Oscar Tenreiro
Va tomando forma desde el Estado, luego de unos años iniciales más positivos que permitieron algunas realizaciones de interés, una cultura de la acción pública en la ciudad que fuera de los aspectos estrictamente técnicos relativos a las infraestructuras y a los temas más generales (vialidad, servicios básicos, cuestiones derivadas de los planes de ordenamiento territorial), es inmadura, simplista, limitada, esquemática, cuando se trata de la definición de la forma urbana.
Esta deriva no sólo es consecuencia del populismo, sino influencia de una visión universal, centrada en la experiencia europea, que potenció en los años sesenta y primeros setenta una visión sobre todo reguladora de la cuestión urbana. Pero en nuestro medio se agravó por la ausencia de tradición que hacía más fácil evadir las complejidades, los contenidos culturales de la arquitectura de las instituciones. Se deja de lado el papel instrumental que ésta tiene en la formación de una mejor ciudad, insistiéndose más bien en los planes urbanísticos generales que seguían a cargo de las instancias administrativas ya creadas. Se crearon organismos de planificación central (Cordiplan en Diciembre de 1958), e instituciones universitarias dedicadas al tema (el Cendes en 1961), desarrollándose un espacio interesante para el debate y la creación de conocimiento en ese campo. Pero si debe reconocerse su influencia positiva en la asignación de inversiones en infraestructura, que ayudaron por ejemplo al equilibrio entre los centros urbanos regionales y Caracas, sus actividades o sus logros académicos tuvieron mínima repercusión en acciones concretas respecto a la forma urbana o la calidad de la vida en ciudad.
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Y aunque durante los años setenta se promulgaron leyes de desarrollo urbanístico y se llegó incluso a crear un organismo financiero teóricamente interesante como el Fondo para el Desarrollo Urbano (FONDUR), tanto las leyes carecieron de consecuencias claras, como las prácticas rutinarias hicieron de Fondur (hasta que fue cerrado no hace mucho) un organismo de compra-venta de terrenos sin aspiraciones respecto a la construcción de la ciudad.
Ni en esos primeros años ni en los que siguieron (e incluso hasta hoy) se mencionaron con la jerarquía necesaria en el debate político los temas de la calidad de la vida urbana. Las demandas de los cinturones marginales de nuestras ciudades fueron objeto de cierta atención en los primeros tiempos, y limitadamente en los períodos posteriores, pero quedaron en un segundo plano como un mal necesario que expandió su importancia, su peso decisivo en ese crónico malvivir que impera en las ciudades venezolanas y alimenta gravísimos problemas sociales. Su continua expansión los convirtió más bien, síntoma claro de la insuficiencia de una democracia ineficaz, ciega y sorda frente a los problemas más graves, en terreno fácil para la politiquería destinada a ganar votos.
A comienzos del presente Régimen hubo un espacio de esperanza a este respecto en el Consejo Nacional de la Vivienda (Conavi), pero la cortedad de miras y la ceguera revolucionaria frustró lo iniciado, y todavía hoy está por formularse una política de Estado coherente y sostenida en el tiempo respecto a la incorporación de la escena marginal a la ciudad formal.
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La reducción y la sobre-simplificación que afectó especialmente, ya lo hemos dicho, a la vivienda social, ocurrió igualmente en las otras áreas de la arquitectura institucional. La educación, la salud, el deporte se sustrajeron de la participación amplia de los arquitectos para encasillarlos dentro de los límites de las directrices burocráticas o hacerlos temas para arquitectos amigos, pasivos frente a ellas. Y también afectó a la cultura, aunque en ese aspecto se hizo muy poco y lo que se hizo, o fue en los años iniciales (ampliación del Museo de Bellas Artes de Villanueva) o se hizo al abrigo de un nicho como fue el Centro Simón Bolívar en el caso del Teatro Teresa Carreño. Porque esa democracia imperfecta tuvo sin embargo el mérito de permitir la existencia de nichos, entre los cuales está la Corporación Venezolana de Guayana o los Institutos Autónomos que construyeron las mejores obras de Tomás José Sanabria.
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A mediados de la década de los sesenta hasta mediar los setenta, un equipo profesional que se sintió portador de una visión realista que a la postre fue empobrecedora, hizo lo necesario para simplificar, esquematizar, en definitiva reducir los alcances de las construcciones educacionales. Nació en ese momento un sistema de escuelas-tipo que se han regado por el país, de tan pobre calidad que es inevitable señalarlas como una contribución a la decadencia de la educación venezolana. A eso se sumaron criterios de bajísimas exigencias en la construcción de Liceos que los convirtieron en cascarones inhóspitos con mínimo equipamiento carentes de las facilidades que en cualquier sociedad moderna se consideran necesarias en la educación secundaria. Un país petrolero que podía hacer gala de los mejores niveles, ha venido a caracterizarse por tener los peores liceos de América Latina.
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Partiendo de la idea de que la baja calidad de las edificaciones educacionales se resolvería con una burocracia más autónoma, se creó en 1976 una instancia administrativa exclusivamente dirigida a la construcción de escuelas, dependiente del Ministerio de Educación (cuyas siglas son FEDE), que pese a haber realizado experiencias de interés, que insistieron preferentemente en la prefabricación y de modo bastante más limitado en las condiciones de equipamiento, los requerimientos arquitectónicos en materia de confort térmico y acústico y las facilidades para el uso comunitario, tiene el problema de haber centralizado una actividad que debería ser objeto de múltiples propuestas a cargo de las administraciones locales, buscando convertir el tema educacional en objeto de exploraciones renovadoras con amplia participación del talento y la inventiva de los arquitectos.
Hoy, después de más de treinta años de actividad de este organismo y a la luz de lo que se sigue haciendo en el campo educacional es posible decir que el tema escuelas se ha convertido en un territorio en el cual el aporte arquitectónico es asunto secundario. Quedó en un segundo plano y hasta en el olvido la idea de que la Escuela puede ser un instrumento de compensación de las carencias de los sectores sociales menos favorecidos. Ni siquiera ha sido posible evitar la situación de pobrísimo mantenimiento y la continua exposición al vandalismo que se reporta de modo constante con el comienzo de cada año escolar.
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Y no podemos dejar de mencionar el nivel universitario en el campo de la educación, en el cual, a pesar de la muy intensa actividad de construcción de la etapa democrática antes de la década de los ochenta, nunca se produjo un ejemplo siquiera cercano al de la Ciudad Universitaria de Caracas. El proyecto de la Universidad Simón Bolívar, que comenzó actividades académicas en 1970 y cuyas instalaciones se comenzaron a construir pocos años antes, fue otorgado a partir de una relación clientelar que prescindió de cualquier opción de convertir la construcción del nuevo campus, la segunda Universidad del país en importancia, en una experiencia para la arquitectura venezolana. Y clientelares fueron los criterios utilizados para la selección de los arquitectos de las numerosas instituciones de educación superior que se construyeron en lo sucesivo.
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En el campo de la salud los requerimientos técnicos y los estándares mínimos actúan como barreras que limitan la sobre-simplificación. Eso hizo que se mantuvieran allí estándares de calidad en la concepción arquitectónica que resistieron al despojo que marcó el tema educacional. Pero también se practicó la exclusión porque la salud se convirtió en territorio reservado a una supuesta especialización que lo cerró a la participación amplia de los arquitectos. La asignación de los proyectos se restringía al círculo de allegados y amigos creado en torno a quienes dirigían los departamentos claves. Algunos de estos allegados eran arquitectos sólidos pero muchos no lo eran y en cierto modo se refugiaban en ser confiables es decir, capaces de adaptarse a la rutina burocrática, dispuestos a asumir los modos de ver la arquitectura institucional por parte de los funcionarios que les dispensaban su amistad o los consideraban de su mismo sector político. Se crearon así distintos grupos que disfrutaban de los favores gubernamentales, buena parte de los cuales cultivaban una especie de anonimato favorable a su actividad.
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En resumen, fue adquiriendo peso en la administración pública la falsa (y atentatoria contra la naturaleza de nuestra disciplina) idea de la especialización. Para las instalaciones deportivas se llamaba a los amigos del mundo deportivo oficial, para las de hospitales a quienes ya habían hecho hospitales o alguna vez habían formado parte del departamento del Ministerio respectivo, a los que habían hecho aeropuertos se les entregaba la responsabilidad de nuevos aeropuertos…y así sucesivamente en cada uno de los grandes temas institucionales.
Prosperó así una especie de círculo de elegibles muy restringido, higiénicamente distante de los arquitectos que veían su disciplina con ojos menos rutinarios, seguramente más incómodos, pero también mucho más capaces de llegar a resultados de calidad duradera.
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Demás está decir que en la situación que he descrito muy someramente quedó completamente al margen la posibilidad de institucionalizar el Concurso (abierto, restringido o de credenciales) como medio de abrirse a os arquitectos. La ausencia de una asociación gremial con respaldo jurídico eficaz hizo más difícil hacer notar esa carencia, asunto agravado porque quienes la han dirigido han sido en muchos casos parte de los mismos círculos de elegidos o arquitectos que descreen de la capacidad de aporte específico de la disciplina. También ha sido parte de este olvido el hecho de que desde que se lanzaron los primeros concursos de arquitectura en los años democráticos (el primero el de la Biblioteca Nacional) los resultados rara vez se han respetado. La gran mayoría de los Concursos no se han convertido en edificios, y una parte importante de ellos ha sido convocada sin que existiera intención de construir el edificio objeto del Concurso. Se ha tratado muchas veces de ejercicios de propaganda y en otros casos los resultados han inducido a sospecha. Sólo cuatro concursos en medio siglo han sido construidos: el Concejo Municipal de Barquisimeto de Jesús Tenreiro, La Galería de Arte de La Rinconada de Mendoza-Dávila, el edificio sede de la agencia eléctrica nacional, Cadafe, de Marcelo Castro y el Teatro Teresa Carreño de Tomás Lugo, Jesús Sandoval y Dietrich Kunkel, todos proyectados en los años sesenta, o a inicios de los setenta.
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Todo lo que he descrito, dicho muy rápidamente y con las lagunas que todo recuento de este tipo puede tener, ha tenido consecuencias muy importantes en la formación de un punto de vista respecto a la arquitectura y sus alcances en la sociedad venezolana. Medio siglo de populismo desde un Estado que, como he insistido en decir muchas veces, se inmiscuye en todo los niveles de una sociedad como la nuestra, ha terminado por crear un conjunto de ideas, puntos de vista, hábitos, modos de proceder, propósitos, que han ido dando forma a una tradición que ha ido creando una cultura respecto a la arquitectura. Una cultura que no merece ese nombre.
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