Oscar Tenreiro
Más allá de los lugares de la vida diaria estaba la ciudad, o el pueblo grande que era el Maracay de entonces. Pueblo que Gómez quiso hacer ciudad, porque como todo venezolano sabe, el Dictador despachaba desde Maracay, donde se sentía más a gusto que en Caracas, ciudad que, según los historiadores, siempre miró con recelo.
Y la verdad es que ese gusto por la naturaleza maracayera, porque se dice que era ese mundo natural lo que seducía a Gómez, se entiende muy bien si tenemos en cuenta la belleza de Los Valles de Aragua y de muchos otros lugares cercanos que bien merecerían el nombre de paradisíacos, particularmente la zona montañosa que los separa del mar, lo que es hoy el Parque Nacional Henri Pittier, y las hermosísimas bahías que se encadenan a lo largo de la costa.
Y ese amor, o como quiera llamarse, por el paisaje, lleva al Jefe cruel y vengativo, al bagre como lo llamaban sus enemigos, a un nivel humano y patriarcal, que es sin duda su lado más favorable, su lado bueno podría decirse.
Que lo tenemos todos, el aspecto luminoso junto al oscuro, lo cual nos lleva a recordar la frase de Carl Gustav Jung: Nadie se ilumina fantaseando figuras de luz sino haciendo conciente su oscuridad.
Y sí, Gómez tuvo su lado luminoso y no sólo el oscuro con el cual quedó grabado en nuestra historia. Como lo han tenido tantos hombres poderosos a pesar de sus crímenes y crueldades. Lo cual, si lo hubiese yo tenido claro cuando era estudiante universitario, me hubiera servido para entender lo que me pareció increíble entonces y supe a través de un compañero de estudios cercano a los descendientes de Juan Vicente Gómez: que había quienes le concedían condiciones de santidad y pedían en sus rezos habituales la intercesión del Dictador llegando hasta mencionar la posibilidad de un proceso de canonización. Asunto no tan curioso o excéntrico porque hoy, pese a la terrible huella dejada por sus ansias de poder, hay millones de personas que ven admirativamente a Hitler o hablan del padrecito Stalin con ternura sumada a la nostalgia de los viejos combatientes revolucionarios. Y no vayamos tan lejos, porque tenemos a sólo pocas millas al Norte, en El Caribe, a unos caudillos responsables de las peores cosas, que reciben visitas y se les prodigan respetos que de algún modo los santifican. Sin que dejemos de hablar de quien instituyó entre nosotros el reinado del abuso, la mentira y el derecho a promover la ruina, sujeto hoy del deseo de sus secuaces por entronizarlo en la eternidad.
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Pero volvamos al Dictador y su predilección por Maracay y alrededores. Porque viendo desde nuestra deformación profesional (sobre la cual hice un corto comentario la semana pasada) lo que hizo para transformarla en ciudad, hay que reconocer que fue importante. Lo que no oculta el hecho de que mi visión de niño, no modificada en lo sustancial por la de muchacho de trece años (edad en la que nos mudamos a Caracas), es la de que los esfuerzos gomecistas eran una superposición artificial que muy poco transformó, realmente, al pueblo grande. Los distintos edificios monumentales tenían para mi mirada infantil un aire de tristeza y solemnidad asociado a una especie de bruma que venía de un pasado que debía olvidarse. Y desde que empecé a recorrer la ciudad, acompañado por un adulto, o por mi cuenta porque los niños en ese tiempo podían ir solos, mi impresión era de que constituían una carga que no se quería reconocer y por ello mismo merecían el abandono.
Y estaban en efecto semi-abandonados. Así pasaba con el edificio que como sede del Banco Agrícola y Pecuario había sido construído al lado de la Plaza Girardot, proyectado (según Wikipedia) por unos arquitectos franceses y modificado por gentes al servicio del gobierno incluyendo a Villanueva. Un edificio pesado, sin gracia alguna, que inspiraba rechazo o al menos parecía no aceptar visitas. O con la Plaza de Toros, esa sí de Villanueva, semi-remozada en cada temporada de corridas pero en general sola, sus arcadas sirviendo, como las del Hotel Jardín, como meadero público, rodeada de un desierto de piedra picada para evitar que creciera monte, el exterior iluminado con grandes bombillos sin pantalla expuestos a nuestras pedradas, que a veces acertaban para júbilo general, pintado el exterior con asbestina, esa pintura a base de agua y polvos de color que ensuciaba la ropa al rozar la pared. Más allá un peladero apto para caimaneras beisbolísticas, una de mis actividades.
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A la Plaza Girardot nos llevaban a jugar, lo cual en esas edades es sinónimo de correr. Todavía recuerdo como esperaba el momento cuando, pasada la calle Mariño frente a la Catedral, llegábamos a la plaza con su piso de mosaicos al estilo de la Plaza Bolívar y me soltaban la mano.
Menos corriente era llegarse hasta la Plaza Bolivar porque era más lejos y menos frecuentada salvo cuando había retreta, palabra que en Venezuela hemos otorgado a esos conciertos de las bandas de instrumentos de viento cuando en realidad se refiere a a un toque militar. Muchos de sus mosaicos levantados o faltantes y sus zonas ajardinadas llenas de monte. En su eje central del lado largo (tiene 300 metros de largo por 100 de ancho) una fuente luminosa con aspecto de enorme bacinilla sin asa, abandonada hasta que ya cerca de fines de los cuarenta fue reparada y puesta en servicio para nuestro enorme gusto pueblerino al ver el color cambiante de sus luces que se reflejaban en los finos chorros. La recuerdo hermosa entonces, pero el encanto no duró mucho, las bombas deben haberse roto, o el técnico (como en Venezuela se designa a un personaje sin rostro que de cuando en cuando pone en marcha los artefactos públicos hasta la próxima falla), como siempre pasa, no tenía repuestos, pero no funcionó más. No sé hoy.
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El Hotel Jardín tenía también ese aspecto pesado y ausente. Siempre se ha dicho que lo proyectó Villanueva y seguro que es cierto, pero lo hizo siguiendo modelos franceses entonces en boga (una especie de Art-Déco afrancesado) con el acierto de sus arcadas perimetrales que ya una vez comenté que en dirección a las calles laterales iban acusando ningún mantenimiento y molestaba el hedor a orine. Desde las del lado Oeste se veían del otro lado de la calle los anchos muros llenos de yerbas de lo que iba a ser el Teatro de Ópera, obra que se continuó en tiempos de Rafael Caldera veinte años después sin mucha fortuna, siguiendo esa línea mezquina y sin aliento, basada en lo barato que ha caracterizado casi toda la arquitectura pública de la democracia venezolana.
Ya cuando se entraba al Hotel Jardín a través de su entrada pesadamente monumental la atmósfera cambiaba totalmente, se hacía grata y refrescante por el efecto de la vegetación de los distintos patios que rodeaban según recuerdo, una especie de rotonda donde podía estarse en un ambiente muy abierto y aireado, inteligentemente tropical, conectada con la cocina, cuyo cocinero español era buen amigo de mi padre. Los pasillos a las habitaciones rodeaban al patio y del otro lado estaba la piscina y una (¿o dos?) canchas de tennis, lugares que frecuentábamos ya de mayor edad, superando, en el caso de la piscina, el desagrado de bañarse entre algas que iban formando una especie de nata verde, porque tampoco había mantenimiento, el técnico tal vez estaba enfermo o simplemente la llenada quincenal (o mensual) de la piscina (no se recirculaba el agua) no se había realizado.
De los cuarteles que rodeaban la Plaza Bolívar (el Bolívar y el Páez) casi nada puedo decir porque nunca entré, pero antes de seguir con estas memorias lejanas del legado gomecista en el pueblo grande, me quedan unas cuantas reflexiones sobre una arquitectura que podemos perfectamente llamar superpuesta.
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Y tienen que ver con el concepto de sostenibilidad que se ha convertido en una moda y en general se refiere a sostenibilidad energética de las edificaciones. Lo llamaría sostenibilidad cultural porque eso ha sido característico de este lugar del mundo durante todos los años que uno lleva viviendo.
Gómez, al invertir en Maracay dineros públicos en cantidades importantes en lo que hoy conocemos como arquitectura institucional lo hacía en un contexto económico en el cual todo dependía exclusivamente del Estado Central. Y este a su vez ya iba convirtiéndose en rico rentista que se alimentaba de los excedentes petroleros. Era pues, como es hoy pero en escalas totalmente diferentes (entonces un país de 2 millones de habitantes, hoy uno de 25), un Estado rico, en su caso dirigido por una especie de único dueño, también él mismo desmesuradamente rico en tierras y propiedades, que regía una sociedad fundamentalmente pobre y hasta menesterosa en cuanto a que dependía de los favores de Gómez. Algo que suena muy parecido, que es claramente análogo a los favores de cualquiera de los jefes de Estado más recientes pero que se exacerbó de un modo obsceno con El Ausente. Todo pasaba por esa voluntad, todo dependía de su genio, malo o bueno, de su capacidad de ayudar, de su talante. Por eso había que elevarlo a los altares de la adulación. A los de entonces y a los de ahora.
Los sueños del Dictador de entonces como los sueños del Dictador reciente se apoyaban pues en la renta, en el dinero. Y si en tiempos del viejo bagre los sueños eran rurales, de campos cultivados, de haciendas que servían a unas ciudades que tenian que dormir apaciguadas o que había que ignorar como ocurrió con Caracas y que por eso mismo debían forzarse a ser dependientes, sin vida propia auténtica; en los del delirante comandante tenían que ver con dislates de tipo internacional como por ejemplo, para no citar las muy numerosas fantasías, la de hacer de Venezuela una potencia espacial.
Delirios sin duda, unos y otros, desplegados ante una nación sin vida institucional autónoma, de pobreza o precariedad generalizada (¿no es acaso pobreza generalizada lo que estamos padeciendo ahora?) que ve las consecuencias de los sueños sin compromiso real.
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Y así pasó con las iniciativas monumentales de Gómez. Apenas se había terminado de enterrarlo y empezaba a cambiar la dinámica del Poder se empezaron a olvidar las imágenes asociadas a lo que había sido. Y no sólo olvidarlas, sino que había en cierto modo que contribuir a borrarlas, razón importante para abandonarlas y convertirlas en pasado.
Ni más ni menos eso es lo que se ha querido hacer en los últimos dieciséis años: dejar de lado, borrar, disminuir, todo lo que de algún modo represente una forma distinta de ver el Poder y la política. Y en una nación en la cual todo lo fundamental depende del Estado, en este país que ha querido ser construido desde el rentismo petrolero en todos los tiempos y en todas las fases de su desarrollo, la política termina copando toda la escena de un modo que puede ser hasta insoportable.
Lo hemos visto, por cierto, de nuevo, en estos últimos días.
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