Oscar Tenreiro
La contemplación pausada y reflexiva de la naturaleza hace más intensa la conciencia de nuestra pequeñez, de nuestra dependencia de lo más alto, nos revela nuestras debilidades frente a lo inmenso, lo misterioso; induce en cada quien la suspensión de las certidumbres y nos redescubre como compensación la alegría de vivir. Por eso muchos seres humanos a lo largo de los siglos han abierto sus sentidos hacia el mundo natural buscando como recompensa una expansión espiritual, un ensanchamiento de la mirada.
Desde la más remota antigüedad se ha visto el encuentro introspectivo con la naturaleza como requisito para comprender mejor el misterio de vivir. Todas las religiones, en su grado más alto de ascesis, proponen como instrumento para atisbar la trascendencia el encuentro entre el hombre y la naturaleza. La vivencia del desierto, del bosque (la selva), las montañas y el cielo que desde ellas se nos ofrece, del mar, de los grandes ríos sagrados, es siempre vista desde la perspectiva religiosa como un momento espiritual que acompaña a la contemplación.
En la tradición bíblica judía se habla insistentemente del retiro al desierto de los profetas: Jesús se fue al desierto cuarenta días antes del comienzo de su vida pública. Los anacoretas de los primeros siglos del cristianismo, emulándolo, dejaban la ciudad, abandonaban la vida en sociedad buscando revivir esa noción de insuficiencia, antesala de la humildad, para convertirla en instrumento de elevación espiritual y encuentro practicante de los valores evangélicos. Las órdenes monásticas cristianas de la Edad Media nacen de ese deseo de enfrentar al hombre consigo mismo y con su dependencia de lo trascendente, actuando como estímulo el encuentro con el ámbito natural. En esa dirección se orientaron las muy antiguas (siglos 2 y 3 de nuestra era), pioneras, enseñanzas de San Antonio Abad, fundador de las órdenes eremíticas de los primeros siglos de la historia occidental y figura constantemente presente en la iconografía cristiana de los tiempos posteriores, particularmente en la escena muchas veces representada por la pintura, de sus Tentaciones.
Y es que en el desierto se convive con lo yermo, con lo desprovisto, con lo esencial; se hace claro el encuentro entre la horizontalidad que se escapa, figura del mundo, y el inmenso cielo. De él también surgen montes y montañas desde las que el observador flota en la lejanía como ocurre en el cuadro de Caspar David Friedrich, El caminante sobre el mar de nubes que es como una alegoría de ese diálogo de cada hombre con la naturaleza que se convirtió en pasión generalizada en tiempos de la vida de ese extraordinario pintor, mensajero del mundo de imágenes del Romanticismo.
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Porque en el Romanticismo, particularmente en Alemania, hubo un verdadero culto por la figura arquetípica del caminante inmerso en la naturaleza, hasta el punto de que Goethe en su juventud, mientras vivía en Frankfurt, era llamado por sus amigos El Caminante, tal como en el cuadro de Friedrich, porque solía ir a pie sin importar el tiempo reinante, los casi cuarenta kilómetros que hay hasta Darmstadt. Y llega a decir más adelante en su vida: …sólo es posible salvarse y liberarse de un estado doloroso y sombrío del alma, cuando ésta se atormenta a sí misma, mediante la contemplación de la naturaleza y una participación cordial en el mundo exterior. Ya la familiaridad general con la naturaleza bajo el aspecto que sea, una intervención activa, el cultivo de un jardín o del campo, la caza o la minería, nos arranca de nosotros mismos…
Más aún, su ascenso al Brocken, la montaña más alta (1200 m.) de la cadena montañosa del Harz en Sajonia-Anhalt, al Oeste de Berlín, cuando tenía 28 años, en pleno invierno y enfrentando tormentas y granizadas, fue vista por él como una especie de hito en su vida que lo llevó a escribir su poema “Viaje al Harz en Invierno”, parte de cuyos versos fueron llevados a la música por Johannes Brahms en su Rapsodia para Contralto, Coro Masculino y Orquesta de 1869, un siglo después. Eso sin dejar de mencionar que Nietzsche en los albores del siglo veinte, durante sus retiros constantes hacia la región alpina de Sils-María en la Engadina Suiza, erraba por los caminos montañosos entre las altas montañas nevadas casi como si se tratase de practicar un ritual. Y lo fue en cierta manera, porque ha llegado a hablarse de la tradición alemana de los viajes invernales.
Uno de los orígenes, tal vez el principal de este ritual podría encontrarse en el revivir que se dio sobre todo en Alemania, después de casi un siglo de olvido, de las enseñanzas de Baruch Spinoza (1632-1677) con su Deus sive Natura, Dios o la Naturaleza, principio que contribuyó a que en cierto modo floreciera en ese momento de la historia alemana una religión de lo natural, una suerte de panteísmo que tuvo gran aceptación en los círculos intelectuales que buscaban alejarse de lo eclesiástico. Enseñanzas también expuestas y de modo muy importante en el pensamiento, más cercano en tiempo a Goethe, de Jean Jacques Rousseau (1712-1788) y sus buenos salvajes, máximo representante de la idea de que la convivencia con lo natural lleva consigo una experiencia purificadora.
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Y nosotros los americanos, de este lado del mundo tenemos un extraordinario ejemplo de la importancia de ese encuentro hombre-mundo natural en el testimonio de Simón Bolívar de su ascenso en 1822 hasta cerca de la cumbre del Chimborazo, el prodigioso volcán ecuatoriano de 6300 m. de altura. Sobre el impacto que produjo en él la experiencia, que lo invitó a expresarla en hermoso lenguaje poético, conmovedora imagen literaria de una privilegiada vivencia, destaca este fragmento de una carta que le dirigió a Simón Rodríguez desde Pativilca, Perú, el 19 de Enero de 1824: “Venga usted al Chimborazo; profane usted con su planta atrevida la escala de los titanes, la corona de la tierra, la almena inexpugnable del Universo nuevo. Desde tan alto tenderá usted la vista; y al observar el cielo y la tierra, admirando el pasmo de la creación terrena, podrá decir: dos eternidades me contemplan; la pasada y la que viene; y este trono de la naturaleza, idéntico a su autor, será tan duradero, indestructible y eterno como el padre del Universo”. Fragmento del cual destaco por su pertinencia acerca de lo que vengo diciendo la frase “este trono de la naturaleza, idéntico a su autor” porque recalca la identificación de la naturaleza con lo divino.
Y la repercusión que en el espíritu de Bolívar tuvo esa elevación contemplativa más allá de las limitaciones humanas se hace presente en la culminación del poema:
“abro con mis propias manos mis pesados párpados; vuelvo a ser hombre y escribo mi delirio”.
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¿Y a qué viene todo esto? ¿Cual es la relación con lo que he venido tratando en las semanas anteriores?
Ha sido una muy intensa asociación de ideas e imágenes de pasadas lecturas, de referencias que perviven en la memoria a propósito del examen que adelanto con estas Confecciones.
Se me han aparecido, sin necesariamente buscarlas, conexiones entre el ámbito modesto y doméstico en el que nos movemos todos, con el espacio superior de la tradición cultural que nos viene desde siempre a través de personas excepcionales.
Y me interesó explorar las posibles raíces que nos inducen a todos nosotros a buscar estímulos en lo natural. Es algo que tiene poco que ver con ese frenesí competitivo que desde los países opulentos y sobre todo desde el Norte de América se ha regado por el mundo; el de los récords, de los intentos espectaculares de superar obstáculos para después ser reseñado en ese sucedáneo de la vida real que llaman las redes sociales, o en algún noticioso de los que corren por todo el planeta. Y tiene mucha relación, sí, con el llamado a la contemplación al cual le he dedicado las líneas anteriores, llamado que la naturaleza nos hace a todos en mayor o menor grado aunque no seamos conscientes de ello. Parte integrante hoy de la sensibilidad sobre la ecología, lo verde, el cuido de los dones de nuestro planeta, su vida animada e inanimada, sensibilidad que hoy prospera como una militancia.
Cuando cualquiera de nosotros se abstrae de lo inmediato y se deja llevar por la observación del paso de las nubes, del discurrir de un río, del oleaje monótono o borrascoso, de la claridad de un día, de la armonía de la luz una mañana cualquiera, está en cierto modo reeditando, reviviendo el ritual que desde todos los siglos relaciona al hombre con lo natural y lo dispara hacia reflexiones de corte trascendente. Puede ser que no seamos conscientes de este último objetivo, pero no por eso dejamos de vivirlo o captarlo con el alma.
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Y al avanzar estas ideas se me aparece bajo otra luz la fascinación que experimenté desde muy joven con el mundo submarino.
Sería falso decir que cuando por primera vez pude ver bajo el mar tuve algún tipo de impulso distinto al de la simple observación. Apenas tenía quince años o por ahí y a esa edad se viven los momentos y se elabora muy poco sobre ellos. Así que es sólo hoy después de tantos años cuando me detengo a revivir lo de ese día tratando de recordar mis impresiones para discernir la causa de mi intenso apego a lo que en ese momento fue un comienzo. Fue en Turiamo, una bahía relativamente estrecha pero que penetra tierra adentro (unas dos millas náuticas hacia las montañas, fenómeno único en toda nuestra costa central) con arrecifes coralinos internos, distante unas 10 millas náuticas al Oeste de Ocumare de la Costa. Me acerqué caminando desde la orilla, no recuerdo en compañia de quien y me calcé la máscara que me habían prestado antes de echarme al agua no muy lejos del muelle que junto a un arrecife coralino hay del lado oriental de la bahía. La impresión fue muy especial, dominada inicialmente por la sorpresa de que con la máscara (no eran comunes) fuese posible superar la casi ceguera de abrir los ojos bajo el agua, lo cual me pareció un pequeño milagro que me permitía disfrutar de la clara definición de los contornos en un pedazo de mar cristalino de sólo unos tres metros de profundidad. Los erizos, los pequeños peces con esos colores que siempre sorprenden por su vivacidad, las formaciones coralinas. Un poco más allá un azul que iba tornándose oscuro al alcanzar los primeros pilotes del muelle, despertando mi desconfianza y el temor de lo más profundo, sensación inquietante que siempre sentiría después, la de la progresiva carencia de luz que acompaña a la profundidad y es como el reverso de la euforia que produce la fuga hacia el infinito desde la altura de una montaña. Si en aquel caso lo contemplativo se dispara desde la euforia, en este caso podría ser desde el temor, la desconfianza sobre lo que encierra el azul profundo y el acecho de la oscuridad. Que anuncia también lo inmenso, no ya prístino e invitante sino misterioso y sospechoso de secretos.
Y ahora se me ocurre decir que es en la duda, en el temor acerca de lo que hay más allá, donde reside el llamado a la contemplación.
Esta es la letra de la Rapsodia para Contralto, Coro Masculino y Orquesta de Johannes Brahms (1869) (mi traducción):
¿Pero quien es ese que se aleja?
entre la maleza. Detrás
se pierde su rastro
Los arbustos se cierran de nuevo
el pasto se levanta
la tierra agreste lo engulle.
¿Ah, quien aliviará los dolores
de quien el bálsamo se convirtió en veneno?
¿quien bebió del odio del hombre
lejos de la plenitud del amor?
Primero despreciado, ahora despreciador.
él que furtivamente consume
sus propias virtudes
con egoísmo insatisfecho
Si hay en Tu Salterio
Padre de Amor, una nota siquiera
audible para él
¡Refresca entonces su corazón!
Ábrele su mirada brumosa
a los miles de manantiales
¡Acércalos al sediento
En el desierto!
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