Oscar Tenreiro
Dije que antes del viaje a Rusia había leído ya Crimen y Castigo. En ella figura de un modo notorio, como parte de la descripción del modo de vida del protagonista principal Rodion Romanovitch Raskolnikov ciudadano de San Petersburgo, la Perspectiva Alexander Nevsky, boulevard a la francesa que junto a otras avenidas fue construido en tiempos de Pedro el Grande (1672-1725) como parte de la fundación de la ciudad (ventana a Europa la llamó el Zar porque abría Rusia hacia el Báltico y Europa) la cual se convirtió en ciudad imperial sede de la monarquía rusa. Empresa enorme para la cual el Zar usó mano de obra esclavizada (los siervos) y contrató arquitectos extranjeros que llevaron a la práctica las teorías del barroco respecto a la importancia de los monumentos como puntos generadores de atracción visual a lo largo de las vías que conducen a ellos creando perspectivas de gran escala. De allí el nombre de Perspectivas que se dio a las principales avenidas, entre ellas la Alexander Nevsky, cuyo punto de fuga, el lugar donde nace, es el enorme conjunto del Palacio de Invierno de los Zares y los demás edificios que hoy albergan al Museo del Ermitage, construidos entre 1754 y 1787, y justo en el eje de la avenida, el edificio del Almirantazgo (1823) y la Catedral de San Isaac (1858).
En la novela, Raskolnikov, siempre con ánimo sufriente a causa de sus dificultades pecuniarias, caminaba por la Perspectiva Alexander Nevsky cuando salía de su pobrísima vivienda, una covacha en mi imaginación, a realizar alguna visita o adelantar un trámite cualquiera. Quería yo caminar por los mismos lugares.
Y como estaba muy cerca de nuestro hotel (el cual recuerdo vagamente que se llamaba Europa), me fui con mi novia a recorrerla, la tarde en la que llegamos.
Me encontré con una escena que nunca he olvidado. Ambas aceras estaban ocupadas por una multitud compacta que se movía en sentidos opuestos, respetando, es así como lo recuerdo, la regla de ir por la derecha y regresar por la izquierda. Era gente vestida rudamente, muchas de las mujeres con toscos pañuelos cubriéndoles la cabeza (era verano pero amenazaba lluvia) y poca alegría, tan poca que parecía tristeza, transitando en procesión más o menos silente, o sería más bien que hablaban quedamente, lo cual acentuaba la sensación de que cumplían con una especie de rito, que se hacía simplemente acto de presencia porque allí no se hacía otra cosa que colmar el deseo de moverse. No había ninguna actividad comercial en las márgenes que exigiera atención, ninguna vidriera que contemplar, nadie en algún recodo pasando un rato de disfrute mientras consumía un simple café. Se presentaba ante mí con toda claridad uno de los aspectos falaces de la economía ideológicamente planificada del comunismo soviético: la proscripción de la pequeña actividad comercial. Vender y comprar, intercambio social básico de la vida urbana que se da en la plaza del mercado, institución tan vieja como la humanidad, corazón de cualquier pequeño pueblo que en las grandes ciudades se traslada a las avenidas comerciales, era una actividad ideológicamente censurable, delictuosa, moralmente inaceptable en los tiempos del comunismo soviético de hace cincuenta años. Lo mismo que ocurría hasta hace muy poco en la Cuba castrista. Y lo mismo que orientó ciertas decisiones regulatorias derivadas del mismo prejuicio ideológico en nuestro simulacro revolucionario.
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Porque no hace mucho, aquí en Venezuela, reviví la procesión de Leningrado.
Hace ya unos buenos tres o cuatro años quise conocer el nuevo arreglo del pavimento y de mobiliario urbano en el llamado Boulevard de Sabana Grande, un sitio muy transitado de la ciudad de Caracas que se destacó durante mucho tiempo como arteria comercial de cierta importancia. Era sábado a eso de las cinco de la tarde, hora y día que en tiempos que hoy parecen remotos Sabana Grande estaba llena de actividad y bullicio. Todo lo contrario de lo que vimos mi mujer y yo cuando entramos por una de las calles laterales: una Alexander Nevsky tropical. La gente, mucho menos numerosa por supuesto porque Sabana Grande es minúscula comparada con la avenida rusa, se agrupaba sin embargo de modo análogo, como en procesión, caminando también separadamente en cada sentido, de ida o de regreso. Pero lo que me impresionó, porque para mí era una rareza en la ciudad donde nací, era el talante de quienes allí estaban. Iban también en silencio, relativo porque estamos en el Caribe y todos hacemos bulla, pero el ánimo general era apagado, demasiado tranquilo. Tampoco había actividad comercial lo cual podía explicarse por ser sábado, pero tampoco estaban los cafés con sus mesitas al aire libre de otros tiempos más cercanos. Y no se veían vidrieras con algo en exhibición porque a éstas las cubrían unas feas láminas de acero estrellado (según parece normas de la Alcaldía revolucionaria) que les daban un aspecto un tanto siniestro, como de prisión. Era un cuadro que parecía un mal sueño, porque nunca había pasado por mi cabeza como posibilidad cierta el asistir aquí en mi ciudad a una especie de simulacro de la realidad urbana del mundo comunista. Generada sin embargo, no directamente por las restricciones al comercio, de todos modos activas en forma de regulaciones, de acoso fiscalizador permanente, sino como consecuencia de mucho más de una década de ignorancia deliberada, ideología de por medio, de la progresiva invasión del crimen en el espacio público de la ciudad. La monotonía, la uniformidad de movimientos con la que parecía cada quien evitar un encuentro inconveniente, además de las vidrieras blindadas, eran muestras del miedo a la irrupción violenta de alguien. Se manifestaba en las actitudes, en los rostros no amables, el recelo ante la posibilidad de ser asaltado, de padecer el raterismo violento que con insólita frecuencia lleva al asesinato, incitado por mínimas cosas, por un reloj, un teléfono móvil, una cadena de oro. Yo mismo había actuado con temor, porque antes de iniciar mi exploración, dudando si llevar mi inseparable cámara opté por dejarla en el baúl de mi automóvil.
En eso, en un escenario de incertidumbre frente al otro se ha convertido la vida urbana de Caracas. Y hoy, ya desencadenada una crisis económica que en aquel momento apenas empezaba a asomar la cara, al miedo se le suma una lucha despiadada por sobrevivir que no tiene precedentes en América Latina.
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La gira incluía una serie de visitas de los principales monumentos del pasado zarista. No era por cierto lo que más me motivaba. Deseaba escaparme del grupo para ver la ciudad por mi cuenta llevado por la curiosidad política, lo cual evidentemente era difícil; y aparte de eso, me producía mucho rechazo lo poco que sabía de la arquitectura imperial rusa, imitación de la arquitectura francesa del barroco pero sobre todo la del neo-clasicismo del siglo diecinueve, que se quería superar mediante la grandilocuencia, el estiramiento dimensional llevado hasta la desproporción, la ausencia total de sutilezas, dominada por el afán de expresar poder.
Y lo que me parecía peor: los palacios no eran de piedra.
O mejor dicho, la piedra estaba dentro de los muros de mampostería, confundida con la argamasa, detrás del revoque, a su vez recubierto de pintura. No se muestra, no participa en nuestra percepción del edificio. Se ausenta la magia transformadora de un material que habla de lo natural, domesticado por la talla y el ajuste paciente, la piedra de sillería de la tradición constructiva gala, que reina majestuosa en castillos y catedrales dándole al patrimonio monumental francés una marca distintiva. Piedra que puede ser gris clara o gris oscura combinándose en franjas como en el románico clásico de Vezelay, un tanto amarillenta como en Chartres, o rosada oscura como en la Catedral de Estrasburgo. Si esa magia, ese atributo esencial, estaba ausente de la imitación, me parecía que se acentuaba su falsedad, asomaba su impertinencia la caricatura, atizando mi desdén adolescente.
Hoy me sé aún ignorante de las verdaderas razones para la ausencia de la piedra. Y hago conjeturas mientras espero tener acceso a los argumentos de los estudiosos.
Una razón obvia sería la escasez de canteras de la piedra adecuada con la correspondiente falta de tradición artesanal, la cual sin embargo prosperó en Francia a lo largo de los siglos hasta ser la base de una industria aún activa en tiempos modernos. Fui testigo de ello en 1961-62 cuando los empresarios de la piedra reclamaban sus derechos en la prensa francesa, asediados por las modernas técnicas de construcción.
También podría explicarse por la presencia de artesanos italianos en toda Europa en los tiempos dieciochescos de afirmación de las monarquías. Porque en Italia la escasez de piedra de sillería obligó a usarla sólo en casos excepcionales (me vienen a la memoria y los nombro por haberme emocionado también tempranamente, ejemplos toscanos como la Basílica de San Francisco en Asís o las Torres de San Gimignano); y vino a ser el más común modo de construir, heredado de los tiempos romanos, la mampostería de piedra bruta y ladrillo, con el mármol, ese sí muy abundante en la península, como recubrimiento general en el caso de los monumentos más importantes, o generalmente en puntos específicos como esquinas, portales, cornisas, pedestales. Así que la mampostería enfoscada y con revoque de cal y arena pintado con pigmentos minerales, se generalizó a lo largo de los siglos como el modo de construir italiano, el cual podía ser adoptado, transportando los artesanos como mercancías gracias al poder omnímodo de las monarquías, de un lugar a otro según lo requirieran las necesidades constructivas de los reinos.
He pensado también que los arquitectos, italianos los de San Petersburgo, alemanes o de tradición alemana los del palacio de Schönbrunn austríaco (1699-1765) o el de Sans Souci prusiano (1745-1747), prolongaban en tierras frías los códigos estéticos del pasado monumental italiano renacentista y barroco, referencia esencial de todo el orbe occidental en esos tiempos y los que siguieron. Y por último no he dejado de considerar que la prisa del poder autoritario y absoluto (en lugar destacado el zarismo) en convertir en edificios sus ansias de prestigio y poder, hacían imposible el lento progresar del trabajo en piedra tallada. Y el sentido de la medida, la disciplina y racionalidad austríacas o prusianas lograron sin embargo con el modo italiano un decoro y proporción que se les hicieron esquivos a los monumentos zaristas.