Oscar Tenreiro
Las entradas tituladas Todo Llega al Mar, numeradas del 1 al 13, son parte del texto del libro con el mismo título que publiqué en abril de 2019, comenzado a redactar un año antes. Mi intención era que el texto del libro estuviese también en este Blog, idea inadecuada que abandoné. Reproducen, con ciertas diferencias, las páginas del libro desde la 33 a la 67.
Había yo resultado electo como Secretario de Cultura del Centro de Estudiantes cuando en una reunión de la Junta Directiva, primeras horas de una noche de Agosto de 1959, se leyó una carta enviada desde Chile en la cual se nos invitaba a un Congreso Panamericano de Estudiantes de Arquitectura (que comenzaría el 20 de Septiembre) con gastos de alojamiento pagados para dos personas. El lógico representante nuestro debía ser el presidente del Centro, un estudiante de cuarto Año –yo cursaba tercero– Miguel González, quien finalmente declinó su asistencia a favor mío, lo cual me convirtió junto con el estudiante de último curso Gonzalo Castellanos Monagas en delegados oficiales ante el Congreso. Gonzalo –se dio en lo sucesivo entre nosotros una entrañable amistad– era parte del grupo de estudiantes del quinto año autores del trabajo seleccionado para llevarlo a Chile, una muy interesante intervención en el pueblito del Gran Roque, parte del archipiélago hoy turístico-famoso, el cual habíamos convertido en tema importante gracias a nuestras andanzas de los meses anteriores, incluído Jesús Tenreiro –él trasmitió la inquietud por Los Roques a los cursos superiores– junto con varios amigos, entre quienes hicimos un levantamiento topográfico del pueblo y posteriormente una excursión de un numeroso grupo estudiantil-profesoral que he narrado en otra parte. Ya despuntaba en Gonzalo lo que iba a caracterizar su persona (en el sentido de Jung), ser parte activa de la intelligentsia venezolana como un apasionado y muy riguroso amante del arte en todas sus expresiones lo cual lo llevó a participar en muchas cosas de interés en los años que siguieron.
Y entre lo que se ocupaba Gonzalo en ese momento estaba su participación en un grupo fundado en 1955, el grupo Sardio, compuesto por escritores y artistas mayoritariamente de izquierdas (él era más bien de centro-izquierda) gentes que a mi me parecían un poco inalcanzables, tal vez por razones de edad porque yo era cinco años menor que Gonzalo, pero también por cuestiones de desarrollo intelectual. Lo componían escritores jóvenes pero conocidos, artistas plásticos establecidos, todos de talante muy combativo hasta el punto de que, tocados ya por la controversia política y la ola revolucionaria made in Cuba,se distanciaron entre ellos, algunos tomaron un camino subversivo, otros sostuvieron su vocación democrática y el grupo terminó disolviéndose en 1959: la historia venezolana de siempre.
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Por esos días se encontraba Gonzalo supervisando la impresión de uno de los números de la revista del grupo, que se imprimía en un taller que funcionaba en una vieja casa del barrio de San José, en el casco histórico de Caracas, Editorial Arte, manejada por su dueño, un español de apellido De Juan, verdadero pionero de la imprenta en Venezuela gracias a su celo en términos de calidad, a su seriedad profesional mezclada a una simpatía seca, lo cual era garantía de un producto que guardaba un nivel sumamente alto comparable a lo mejor de Europa y superior a lo típico latinoamericano de entonces. Aprovechando ese vínculo de trabajo Gonzalo logró que Editorial Arte nos imprimiera –gratis, aprovechando que en esos meses post-dictadura los estudiantes universitarios éramos los niños mimados– los textos de la exposición que llevaríamos a Chile, enteramente concebida por él a base de fotografías con sus textos, encoladas a unos paneles de madera laqueada que se transportaron en una caja construida especialmente, paneles y caja, en la carpintería de la Facultad dirigida por Miguel Monje hombre cordial amigo de todos los estudiantes, sus clientes ocasionales para toda clase de cosas. Tanto la supervisión de Sardio como lo de la exposición lo hacía mi amigo apoyado en un amor por la tipografía que rápidamente se me contagió. Aprendí a conocer los tipos de letras de imprenta más comunes –el tipo garamond era el preferido de Gonzalo para Sardio– a saber lo que era un linotipo, máquina un poco estrafalaria que fundía en tiras de plomo las líneas del texto, las galeradas, los distintos tipos de prensas y en general todo el aparataje tipográfico, siempre atractivo, conocimiento que me fue útil cuando imprimimos el Informe sobre el Congreso una vez que regresamos de Chile, él y yo dirigiendo a la gente –tipos extraordinarios, cálidos, dispuestos, abiertos generosamente a los muchachones imberbes que éramos– de la Imprenta Universitaria recién fundada, hoy desaparecida como han desaparecido tantas cosas buenas de la Venezuela de entonces.
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Debimos reunir dinero para pagar pasajes y gastos. No se me olvida el recorrido que hicimos como pedigüeños Gonzalo y yo por las oficinas de arquitectura establecidas –Vegas, Ferris y Dupouy; Vegas y Galia; Tomás Sanabria; Jorge Romero Gutiérrez– en todas ellas recibidos con ánimo positivo hasta llegar incluso Juan Andrés Vegas, en un gesto generoso muy a lo venezolano de entonces, a prestarme a mí, a quien apenas conocía y sin yo habérsela pedido, una Rolleiflex de negativo 6x6para que documentara el viaje. Y gracias a las contribuciones pudimos comprar un pasaje barato que nos llevaría a Panamá a pasar una noche, para seguir al día siguiente en una línea aérea más que pirata –llamada Cinta-Ala– cuya sola mención provocó sonrisas en el aeropuerto panameño debido a su irregularidad y a que operaba un viejísimo avión DC-4 siempre retrasado que venía de Miami y debía parar en el norte del Perú por combustible antes de seguir a Lima para dormir y continuar el día siguiente a Santiago. Y aún así, avión viejo y todo, el viaje fue particularmente agradable porque para mí todo era motivo de placer –estar en un avión, ver deslizarse el mundo americano allá abajo, sentir que me esperaba el extranjero– y por el trato de la tripulación que era familiar, tal vez para compensar lo rústico de la cabina donde junto con los pasajeros iba parte del equipaje cubierto con una lona. La parada por combustible fue en Talara, una ciudad petrolera en donde me sorprendió la frescura del aire de esta tierra desértica junto al mar, todo un contraste con mi experiencia caribeña de tierra caliente y mar sin la fría corriente de Humboldt que asciende hacia el Ecuador a lo largo de toda la costa peruana. Y llegamos en la tarde de ese día a Lima donde dormimos y tuvimos unas horas para dar un paseo de tarde que me dejó algunas imágenes gratas –casonas, algunas bellas mujeres–de una ciudad que pude conocer mejor unas cuantas décadas después.
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El contacto con Santiago de Chile fue todo un descubrimiento porque mi ignorancia adolescente y lo escaso de las relaciones entre países en esos años no me había permitido hacerme una idea de su carácter más bien europeo, muy marcado en el centro de la ciudad donde quedaba el hotel, radicalmente ajeno al de Caracas. La mañana siguiente a nuestra llegada salimos a dar un paseo para encontrar las calles desérticas por ser un Domingo (21 de Septiembre) y porque la ciudad estaba en la resaca de las intensas celebraciones –siempre muy intensas en Chile– del Día Nacional el 18 anterior. Esa soledad acentuaba el tono gris de los edificios que agrupados en bloques compactos como en los centros urbanos europeos le daban un aspecto severo que nos sedujo, tal vez por el contraste con el desorden visual del centro de Caracas, complementado después por la animación del Lunes, cuando ya nos habíamos mudado para el hotel oficial del Congreso –Hotel Cervantes–, muy modesto, de servicios mínimos, el cual dejamos días después para alojarnos hasta que salimos de Chile en el apartamento de Rafael Escobar, Primer Secretario de la Embajada de Venezuela, quien conocía de oídas del mundo literario a Gonzalo y quería ofrecer hospitalidad a un amigo de sus amigos. Gonzalo conocía personalmente pero personalmente al poeta Vicente Gerbasi (1913-1992) para muchos el mejor poeta venezolano de entonces, Consejero Cultural de la Embajada de Venezuela, quien nos recibió ese mismo Domingo junto a su esposa Consuelo a almorzar en su casa mostrándonos una cordialidad inusual regada con vino blanco chileno y una comida de primera.
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Al comenzar las actividades del primer día del Congreso empezó a perfilarse lo que sería el más importante resultado de la visita: el inicio de un conjunto de relaciones personales que iban a permanecer por años, algunas incluso hasta hoy. La apertura a nuestra versión de las cosas, la curiosidad por Venezuela y el deseo de alternar con nosotros le dio a esos días chilenos un carácter muy especial. Conocí en un plano más personal a gentes con quienes establecí fuertes vínculos en los años que siguieron, mientras que Gonzalo encontró campo propicio para sus inquietudes intelectuales en algunos de los estudiantes de nivel más avanzado. Sentíamos que nuestra visión de la actualidad arquitectónica era más dinámica y acaso mejor informada (Chile atravesaba por una depresión económica que iba a tener fuertes consecuencias políticas, y nosotros veníamos de un país en ebullición) y si bien es verdad, como ya lo he dicho, que nuestra Escuela era drásticamente joven y en consecuencia podría decirse que más inmadura que sus homólogas de Chile, eso no parecía manifestarse en carencias de nuestra parte, sino que dábamos la impresión de una más que aceptable madurez que se alimentaba sobre todo de la arrogancia de Gonzalo –rasgo que le era propio– y menos de la insuficiencia mía, compensada por mi pasión por la polémica. Parecíamos tener los recursos intelectuales necesarios para afrontar el debate en boga, en el cual prevalecían los argumentos en torno a esa dimensión social de la arquitectura que por esos días era algo parecido a un lugar común. Y como Venezuela venía experimentando en los años anteriores un crecimiento vertiginoso derivado del alza de la economía petrolera, proyectábamos un optimismo y una frescura que contrastaba con el talante más bien recogido de los chilenos, marcado por las dificultades y estrecheces de una economía estancada, compensadas sin embargo con una bonhomía generalizada y un saber vivir en la modestia que nos cautivó.
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Nos ocurrieron cosas muy especiales. Una de ellas la visita a Pablo Neruda en su casa del cerro San Cristobal (que el poeta llamó La Chascona – en el lenguaje popular chileno, mujer de mucho pelo espelucado– homenaje a su segunda esposa Matilde Urrutia) acompañando a Vicente Gerbasi, quien era su amigo, y Rafael Escobar. De ella recuerdo la acogedora calidez del espacio donde nos recibió, tal vez su estudio, lleno de objetos que delataban al afán coleccionista de Neruda y me parecían un poco misteriosos, la presencia de la piedra como material de construcción y el detalle, que era más bien asunto esencial, de que la casa estuviera atravesada por un arroyo. Me mantuve observando y oyendo la voz cascada del poeta, un poco incómodo por la actitud reverencial de Gerbasi y Escobar, muy explicable, pero demasiado pegajosa para mi gusto de adolescente un poco desafiante. Y tal vez por eso no retuve nada de lo que se dijo. Permanecí muy callado ante la locuacidad general porque no tenía nada que decir desde mi ignorancia total de la obra de Neruda y la distancia ideológica de este inmenso militante, aunque por supuesto había conocido –¿quién no? quiero escribir los versos mas tristes esta noche, himno poético común en ese tiempo. ¿Y Gonzalo? Bueno, participaba ocasionalmente en la conversación, soltando algún nombre como era su estilo, refiriéndose a alguna lectura, muy cómodo, casi oficiante.
Y también fue muy especial una reunión preparada por los organizadores del Congreso que nos llevaron a una casona en la cual tocó su guitarra y cantó para nosotros ese personaje de la mitología popular chilena, de personalidad desafiante en su singularidad, que era Violeta Parra, pequeña, reservada, de pocas palabras. Y habrá cantado, lo supongo porque muy poco recuerdo de lo que fue su repertorio,gracias a la vida que me ha dado tanto, verso que me parece escrito para quien soy ahora.
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Aprendí que el Pacífico en esa parte del mundo es gris y frío –corriente de Humboldt mediante, ya lo dije– y radicalmente distinto del cálido y azul Caribe nuestro. Ya habíamos tenido una primera impresión en Valparaíso con sus escarpados barrios que casi nacen desde el puerto, con sus ascensores inclinados, que funcionaban impecablemente pese a sus muchos años a cuestas y a la precariedad de ese entonces chileno, ciudad realmente especial a la cual nos llevaron a pasar el día y donde comí por primera vez –confieso que sin demasiado entusiasmo– el loco, molusco propio de las costas de Chile y Perú, que en Chile junto al pastel de choclo podría casi considerarse un plato nacional. Allí, en un restaurant ubicado en esas pronunciadas laderas de la ciudad, durante un almuerzo muy festivo ofrecido a todos los delegados tuve que hablar en público para presentarnos como delegación. Alguien de cada grupo lo iba haciendo por turnos y yo con terror veía aproximarse el mío hasta que al fin me paré y cumplí para darme cuenta de que no era tan difícil pese a la ansiedad que me producía. Y tuve que superarla porque era condición necesaria para hacer lo que me exigía el nuevo papel representativo que comenzaba a ser parte de mi rutina y que ocupó bastante espacio en mi día a día de los años inmediatos.
Y también a la costa me llevó otro día, un fin de semana –Gonzalo tenía otros planes– nuestro nuevo amigo chileno, Gustavo Munizaga Vigil, estudiante de arquitectura de la Universidad Católica, cuya familia tenía una agradable casa en Zapallar, lugar de veraneo de la clase alta santiaguina y sitio realmente hermoso del cual recuerdo las grandes mansiones y los venerables pinares verde oscuro tan distantes de mi visión tropical de un paisaje de costa.