Oscar Tenreiro
He mencionado antes que después de casados Antonio Jesús y Cecilia vivieron en Valencia por lo menos tres años. De la casa donde vivieron no quedaron rastros en la memoria familiar. Me dice mi hermano Edgardo que quedaba por Camoruco (una zona de Valencia), pero hasta allí llega lo que sé. Durante ese tiempo nacieron mis dos hermanos Jesús Antonio y Pedro Pablo, los dos mayores, el primero en 1936, abril 9, y el segundo en 1937, agosto 27. Pero aparte de esos dos sucesos que eran la más definitiva confirmación del inicio de la familia Tenreiro-Degwitz no parece haber quedado nada digno de mención en el anecdotario de mi madre o de sus hermanas, quienes hicieron siempre el papel de historiadoras de la intimidad en sus diálogos con nosotros los muchachos.
Se habrá producido pues la mudanza a Maracay, estimo que a mediados de 1938[1], a establecernos en la casa de López Aveledo Sur Número Uno, donde nacería en noviembre 12 de ese año mi hermana Carlota. Allí transcurriría nuestra vida familiar hasta Julio de 1953, cuando Cecilia culminó su empeño –porque fue sobre todo proyecto de ella– de trasladarnos a Caracas para facilitarnos el acceso a la educación universitaria. Antonio Jesús, quien desde unos años atrás usaba el nombre de Jesús Antonio, con el cual sacó su cédula en los años cuarenta,[2]permanecería un tiempo liquidando su negocio hasta que se unió a nosotros a fines de 1954.
El traslado de la incipiente familia lo facilitó el que los hermanos de Cecilia, con la participación especial de uno de ellos, Ricardo, se unieran para facilitar la adquisición de la casa de Maracay. Era una de esas casas republicanas características de todas nuestras ciudades tradicionales, modesta pero espaciosa, que cumplió muy dignamente su papel de casa familiar. La recordamos con el cariño que los niños saben tomarle –cariño que perdura en el adulto– a todo lugar donde adquiere forma el mundo mitad realidad a secas mitad realidad interesada[3]característico de la infancia. Se vendió mucho tiempo después en condiciones muy desventajosas, problema común a quienes vivieron en alguno de los centros históricos en ciudades venezolanas[4].
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López Aveledo era de esas calles de pueblo venezolano o latinoamericano cuyo remoto antecedente es el plan en damero de las Leyes de Indias: casas a ambos lados de una calle más bien estrecha –no llegaba a los seis metros– y por lo tanto era de una vía. Las casas pegadas una al lado de la otra, separadas por medianeras formando un muro urbano, es decir una superficie continua de cierta altura –entre 3.5 y 5 m, a veces más– que define el espacio de un tipo de calle que también se la ha llamado entre arquitectos calle-corredor. Al muro continuo, cada casa diferenciada con pintura a veces con alguna moldura o variaciones en la superficie, lo perforaban las puertas de entrada a los zaguanes de las casas y las ventanas de los salones principales, dos o más en las casas más grandes y una sola en las modestas. A esa superficie continua, ese muro urbano, tradicionalmente lo remataba en su parte superior un alero prolongación del techo que bajaba hacia la calle cubriendo el salón principal y el zaguán. Alero que protegía un poco al peatón durante la lluvia o arrojaba sombra sobre el muro, y que a fines del siglo 19 y comienzos del veinte –tiempos republicanos– buscando lo que se veía como mayor prestancia, fue sustituido por una prolongación del muro, horadada siguiendo patrones decorativos, detrás de la cual una canal recogía las aguas de lluvia y las orientaba a unas gárgolas de hierro fundido o de latón que se compraban en las ventas de materiales[5].
Nuestra casa parecía haber tenido mejoras porque tenía algunos detalles de los que buscan agregar prestancia, como por ejemplo en el zaguán un alto rodapié –hasta más o menos el alto de la cintura– de azulejos andaluces que se conseguían importados de España en esos tiempos, en ambos lados de las paredes internas. Y en el exterior hacia la calle, recuerdo vagamente sin estar seguro, a la altura de los poyos de las ventanas, el muro de fachada cambiaba de acabado y formaba un rodapié que imitaba un almohadillado y se pintaba de otro color. Internamente le habían hecho cambios más sustanciales respecto a lo tradicional, por ejemplo, un segundo piso encima del comedor con un cuarto y un baño adicional, y arriba una azotea donde había un tanque de agua. Desde esa azotea, donde se colgaba la ropa a secar y blanquear, se veían los techos vecinos, la torre de la catedral a lo lejos y por el costado coincidente con el muro medianero, el patio interno del local del negocio de mi padre donde se estacionaban los carros y los camiones, patio que en algún momento fue techado con láminas de asbesto sobre estructura metálica.
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Conversando con mi hermano Edgardo pude aclarar mejor –sus recuerdos se sumaron a los míos– el paisaje humano de la cuadra, compuesto por familias que se hicieron parte de nuestra amistad, como parece siempre suceder en las vecindades de nuestras ciudades tradicionales. Fenómeno que podría deberse a que la fachada continua es en cierta manera una propiedad común, unidad urbana que se comparte entre los de la cuadra. Las casas tienen el mismo límite, la acera, espacio peatonal que pese a ser siempre muy estrecho es sin embargo sitio de encuentro y lugar por el cual se ve pasar. Todo eso estimula la idea de vecindad amable. Y con todos esos vecinos, tanto los de nuestro lado como los de enfrente se cultivó la amistad.
Si se salía de nuestro zaguán y se tomaba la acera a la derecha, la fachada continuaba en un muro ciego hasta la esquina con la Avenida Bolívar interrumpido por la entrada del garaje del Automóvil Universal[6], local que abría hacia esa avenida. Desde la esquina tomando a la derecha, a unos veinte metros, quedaba la Casa Philco el negocio de mi padre.
En la casa del lado izquierdo separada por la medianera, vivía la familia Flores. Era una casa particularmente agradable, vieja y un tanto deteriorada pero muy amable gracias a la vegetación del patio interno, que en la nuestra había sido eliminada en beneficio de un pavimento de mosaicos de cemento que reflejaba demasiado la resolana. Luis Guillermo Flores, un poco mayor que nosotros y único hijo, era nuestro amigo lejano. Venía de vez en cuando a la casa a buscar el hielo que se había formado en unas bandejas que había traído el día anterior: despegaba el hielo y lo guardaba en un recipiente dejándonos las bandejas de nuevo en la nevera. Su madre se llamaba Rosaura y pese a que perdí sus facciones guardo sin embargo el triste recuerdo de su agonía, producida por un cáncer que la hacía quejarse y en la quietud de la noche avanzada sus lamentos se deslizaban sobre los techos y llegaban hasta Edgardo y yo –compartíamos habitación– produciéndonos un muy natural desasosiego sobre el cual alguna vez escribí.
Pero hay un recuerdo muy grato que nos ha quedado como si fuese parte de esa casa: el de un par de viejecitas muy delgadas de largos cabellos blancos que se afanaban en torno a un budare de leña dándole los últimos toques –el raspado con un cuchillo para quitar el quemadito– a las arepas mañaneras que les encargaba mi madre y que ocasionalmente me mandaban a buscar. Si es verdad que me quejaba cuando mi madre alzando un poco la voz desde detrás de la romanilla del comedor me ordenaba ir a buscar las arepas –también le tocaba a Edgardo, rara vez a los mayores– ya en la calle y llegando casa de los Flores recuperaba el buen ánimo y hacía efecto la liturgia de la arepa de budare. Que incluye el lugar, la cocina de leña ayudada con una de kerosene de la familia Flores completamente abierta hacia los patios primero y segundo llenos de matas; incluye también el calientico de las arepas recién hechas, que sentía a través de los paños de cocina con los que las llevaba arropaditas para que no se enfriaran; y en rol principal a las viejecitas, ángeles en mi imaginación, a quienes dedico este par de versos de Vallejo: ..donde estarán sus manos que en actitud contrita / planchaban en las tardes blancuras por venir…[7]
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Más allá de los Flores vivían los Ontiveros, el padre se llamaba José y José el único hijo, también mayor que nosotros; Ilya, la madre, compañera eventual para jugar a las cartas en alguna otra casa o allí mismo, muy amiga de mamá, amistad que duró hasta los tiempos de Caracas, señora muy delgada y de temperamento festivo que me parece recordar que hablaba siempre en tono alto. Era una casa más grande que la de los Flores y me parecía menos acogedora quizás porque no iba a ella a buscar arepas calientes sino a llevar algún recado, porque los niños de entonces llevábamos recados. Y también porque a veces se reunían allí mi madre y sus amigas a jugar cartas y pienso que nací con poco gusto a los juegos de cartas. O será que los identificaba con el aburrimiento de esperar que las partidas terminaran para volver a disfrutar de la compañía materna que tan grata resulta en esas edades tempranas.
La última casa de ese lado de la cuadra, muy grande, que ocupaba media cuadra, era la de la Escuela de Artes y Oficios, una institución pública de tiempos democráticos a la cual le fue asignada la casa, presumiblemente propiedad del General Gómez porque Gómez con su familia cercana era dueño de medio Maracay. Estaba mal cuidada como todas las cosas del gobierno pero la barrían y le pasaban coleto –el sustituto venezolano de la mopa– por lo cual era un lugar presentable que cuando uno pasaba por la acera y veía a través de las ventanas (porque era una casa con cuatro –¿o tres?– ventanas) podía observar a las damas que aspirando a convertirse en mecanógrafas, tecleaban unas máquinas de escribir enormes y no muy viejas, bajo la dirección de una maestra de aspecto severo. También daban clases de taquigrafía, ese modo de escribir bastante misterioso y hasta milagroso, hoy desaparecido, y siempre me impresionaba que las clases estaban completamente llenas, he dicho de damas, pero no faltaban algunos varones[8].
Y llegamos a la esquina con la Avenida Miranda. Pasando la calle en la misma esquina estaba el bar de Jaime Roca, a quien recuerdo como un republicano español. Y si bien no me ha quedado sino una vaguísima idea de cómo era el local, sé que lo separaban de la calle esas medias puertas de vaivén como las de los saloons de las películas de cowboys debajo de las cuales, una mañana temprano, vi como escurrían con un haragán[9]agua con sangre. Había ocurrido una riña nocturna con violencia extrema de la cual ya habíamos tenido noticia en la casa y me habían enviado a comprar pan en la panadería Galves que quedaba en la misma esquina en diagonal. Me acerqué al local mientras lavaban el piso ensangrentado. Mi impresión fue grande y por eso el recuerdo continúa vívido al igual que el de la sensación de náusea que desde entonces me asalta cuando siento el olor de la sangre.
[1]En el Curriculum Vitae que redactó mi padre en 1971, el cual he mencionado, puso como año de la mudanza 1941. Pienso que equivocó la fecha porque mi hermana Carlota, como digo en el texto, nació en Maracay en 1938. He dicho ya que mi padre se estableció en Maracay con negocio propio, la Casa Philco, el cual sustituyó en 1945 por la Panamericana de Automóviles (automóviles y camiones Dodge) que liquidó en 1953-54.
[2]En lo sucesivo para referirme a mi padre usaré con frecuencia el Chucho que usaban sus amigos y su hermano Pedro Pablo, Monseñor Tenreiro.
[3]Es ese el adjetivo que he decidido usar para estos apuntes autobiográficos: Autobiografía Interesada. Porque se trata de cuadros autobiográficos en los cuales destaco lo que me interesa sin deseos de excesiva sinceridad.
[4]Las casas republicanas, herederas de las de la colonia, ocupaban lotes muy angostos y profundos que los hacían inapropiados para las construcciones reguladas por las nuevas ordenanzas urbanas de la modernidad venezolana, que fueron simples adaptaciones –hechas después de la guerra– de las que los americanos impusieron en Puerto Rico. Esas normas exigían unir parcelas para poder construir, lo cual resultaba muy difícil, impedimento que obligaba a destinar la propiedad a usos comerciales que las degradaban o simplemente promovían el deterioro o el abandono. Perdían mucho valor.
[5]Las ordenanzas de tiempos de Gómez (1909-1935) trataban de promover este tipo de recurso y hay ciudades venezolanas, como es el caso de Ciudad Bolívar, donde prácticamente el alero fue eliminado y se llegó hasta sustituir el techo inclinado de la sala y el zaguán por uno plano que en Venezuela se conoce con el nombre de platabanda
[6]El Gerente del Automóvil Universal de Maracay ya no era mi padre porque como dije el abrió su propio negocio.
[7]Del poema Idilio Muerto de 1918 cuya lectura –y la de todo Vallejo– recomiendo muy especialmente como experiencia fundamental.
[8]En algún momento mi madre pensó que podía convenir aprender mecanografía en esa escuela y mis hermanos Pedro Pablo y Carlota la frecuentaron durante algunas semanas. Se me han quedado grabadas las imágenes de los ejercicios, que consistían en llenar una página con palabras de tres o cuatro letras que nada significaban pero eran ejercicios de digitación. Por ejemplo yfxa o algo parecido, una y otra vez hasta llenar una página…
[9]Así se le dice en Venezuela a un instrumento de limpieza, una pala estrecha y alargada de goma, fija horizontalmente a un largo bastón, que sirve para escurrir el agua en el suelo, Es un término que nos trajeron los canarios.