Oscar Tenreiro / 13 de Abril 2009
Lo que quisiera destacar sobre la exposición dedicada a Carlos Raúl Villanueva y la Ciudad Universitaria que se inauguró hace poco en Barcelona, España, es lo que dijo Juan Pedro Posani el día de la inauguración: que la Ciudad Universitaria es la obra de arte más importante de nuestro país. Comparto sin reservas esa apreciación porque, en efecto, la trascendencia que universalmente ha tenido y seguirá teniendo esa ciudad singular en el corazón de Caracas y particularmente el conjunto Aula Magna, Biblioteca, Plaza Cubierta, Rectorado, en cierta medida deja en segundo plano las repercusiones de la obra de muchos de nuestros más importantes artistas u hombres de pensamiento.
No fue haciendo una concesión al exotismo que la UNESCO hace pocos años la declaró “Patrimonio de la Humanidad”. Porque a pesar de que carece de la coherencia que pudiéramos llamar canónica en relación a los principios de organización del espacio urbano que pueden apreciarse por ejemplo en la Ciudad Universitaria de Méjico, es ejemplo de la evolución del pensamiento de un hombre que tenía talante y espíritu de gran artista y que por ello mismo era capaz de superarse a medida que su entendimiento asimilaba los valores de la nueva arquitectura y de los nuevos modos de ver la ciudad. Y no sólo relata esa historia, lo cual pudo haber tenido un simple interés anecdótico, sino que lo hace dando un salto cualitativo en esos cuatro edificios-corazón de todo el campus, construyendo uno de los espacios internos para conciertos más hermosos de la arquitectura moderna y dejando un ejemplo admirable de comprensión de un clima y de un modo de articular volúmenes arquitectónicos disímiles como lo es la Plaza Cubierta. Sin dejar de mencionar los aportes técnicos de la estructura del Aula Magna con sus nervaduras externas como osamentas, sin amaneramiento alguno, recias, expresivas, de las cuales cuelga el pórtico del hall de acceso abierto hacia la sombra de la plaza, calculada por el ingeniero suizo Rodolfo Kaltenstadler quien vivió muchos años en nuestro país,.
No sabemos mucho, tal vez la exposición lo documenta, del modo como Villanueva armonizó la idea de hacer los edificios universitarios centrales con la necesidad de darle sede a la Conferencia de Cancilleres Americanos de 1953, evento que debía contribuir a lavarle un poco la cara a la dictadura de Pérez Jiménez y que aceleró los planes de construcción, pero el hecho simple es que las distintas dependencias que contenía el conjunto se integran con todo el campus sin que se susciten preguntas sobre escalas o dimensiones. Con ellos Villanueva cambió radicalmente el Plan Maestro que él mismo había establecido en 1944. Fue una decisión de gran riesgo porque significaba una ruptura radical con un pasado más bien académico que sin embargo ya había comenzado a superar en los edificios de la Facultad de Medicina, dejada atrás la experiencia del Hospital Universitario, introduciendo en ellos elementos del nuevo lenguaje que se expandía con fuerza por el mundo. Y lo hizo con frescura y sobre todo con una valentía y seguridad en sí mismo excepcional, hasta el punto que, al menos en público, jamás consideró necesario “explicarse”, hacer consideraciones sobre el cambio, exponer razones, convicciones o motivos.
Y es que Villanueva estaba muy alejado de esa ansiedad explicativa que hizo explosión a mediados de los setenta con la irrupción de una crítica arquitectónica que sustituyó al edificio con la palabra. Dejaba que sus edificios hablaran por él. Contrariamente a lo que pudiera deducirse de su carácter cordial, cuando hablaba en público lo hacía con mucha precisión a partir de notas muy bien escritas, reflexivas, que lo llevaron por ejemplo a su extraordinaria definición del arquitecto como…”un intelectual que, a veces, puede llegar a ser un artista”. Recuerdo al respecto como se hizo comentario generalizado de los estudiantes argentinos luego de su conferencia en la Universidad de Buenos Aires en Octubre de 1959, (a la cual asistí junto con Gonzalo Castellanos) el deseo de más explicaciones, de más palabras, algo que abunda por esos lados del mundo.
Hay muchas cosas que decir sobre la Ciudad Universitaria pero regreso a las palabras de Posani. Y me pregunto porqué si en el gobierno central hay importantes funcionarios que conocen el valor clave de este conjunto edificado, no se creó aprovechando la reciente inundación de dólares, un fondo económico en fideicomiso, a disposición de la UCV, destinado exclusivamente a su imprescindible restauración y mantenimiento mayor. Sé que es una ingenuidad plantearlo así porque al régimen sólo le ha interesado mantener las apariencias y prefiere malgastar las divisas en un submarino que se convertirá en chatarra en veinte años que invertir en un conjunto urbano que estará allí, en todo su valor patrimonial, a lo largo de nuestro futuro. Una muestra más de la lamentable hipocresía que vivimos. Una hipocresía que, según amigos que estuvieron presentes, tuvo una inesperada muestra en la inauguración de la exposición de Barcelona. Porque a la discreción del Embajador de Venezuela, y las referencias útiles de los venezolanos participantes (y entre ellas la de la historiadora Silvia Hernández de Lasala), se agregaron la Intervención desenfocada del buen arquitecto gallego César Portela y sobre todo la altisonante de Pep Quetglas, académico por lo demás meritorio, exaltadoras de “los nuevos tiempos venezolanos”, haciendo gala de la estulticia de una cierta izquierda europea, que, como bastante se ha dicho, elogia en un país lejano lo que jamás aceptarían en el suyo.