Oscar Tenreiro / 18 de Mayo 2009
Se ha dicho con frecuencia que en los años cincuenta la arquitectura venezolana vivió un momento estelar. Se construyó lo más significativo de la Ciudad Univesitaria, se “hizo” mucho de la Caracas moderna y prosperó la obra temprana, o la formación académica, de un buen grupo de arquitectos que dejarían importante huella en nuestro mundo construido; todo ello además de la repercusión internacional sobre lo que aquí se hacía.
Con la caída de la Dictadura de entonces, se inició un tiempo diferente. Afloró el radicalismo, y el “ejemplo cubano” con todos sus antecedentes y funestas consecuencias penetró todas las rendijas. Un radicalismo que terminó desconociendo la realidad en nombre de la realidad, tal como sucede ahora, y se convirtió en dualismo puro y simple dando origen a la mala conciencia característica del populismo que no ha sido posible superar en el medio siglo transcurrido.
En ese paso dualista, del optimismo a la mala conciencia permanente está la clave de muchos de los abandonos que caracterizaron la etapa de nuestra arquitectura que siguió a los brillantes años cincuenta.
Si pudiera citarse la excepción de Tomás Sanabria en ese proceso que llamo de “abandonos” sería la excepción que confirma la regla. Porque Sanabria fue como una isla de calma, de control, de determinación hasta casi la frialdad, en un panorama humano diverso, contradictorio, muy afectado por algo que aparentemente sólo le rozaba: la necesidad de supervivencia.
Y la energía que llevó a tantos jóvenes apoyados sobre todo por un sector privado que compartía con ellos fe en la experimentación de un lenguaje nuevo, a promotores que se iniciaban y no tenían aprendida la cartilla del éxito sino confianza en la imaginación y la capacidad de inventar; pareció esfumarse en los años que siguieron. El medio se fue haciendo tímido, se empezó a “optimizar” y con frecuencia simplemente a despojar las exploraciones que fueron modelo en esos años y aún lo siguen siendo.
Esa rectificación polarizada se manifestó en términos ideológicos en el sector público y muy señaladamente en el campo de la vivienda haciendo imposible seguir el ejemplo de realizaciones como las de las Veredas de Coche, la Unidad Residencial del Paraíso de Villanueva y Celis Cepero o la de Cerro Grande en El Valle de Guido Bermúdez en tiempos del Taller del Banco Obrero, para no citar sino algunas. Fue quedando atrás deliberadamente olvidado un trayecto de experiencias y por lo tanto un germen de cultura que hizo destacar a un puñado de arquitectos venezolanos en todo un continente.
La famosa consigna de “no más superbloques” enarbolada por Rómulo Betancourt en un mitin, es consecuencia directa de ese dualismo populista. Superada por el hecho de que se siguieron haciendo porque en ciertas situaciones urbanas, particularmente en Caracas, eran necesarios. Pero lo peor fue la imposibilidad “ideológica” de extraer lo mejor de lo que se hizo en ese tiempo.
Y es que el dualismo populista se convirtió en un estado de conciencia que se incrustó en el mundo profesional, el institucional, incluso el intelectual. En este último nivel produjo muchas distorsiones. De Picón Salas hizo un “enemigo” luego de haber sido ejemplo a seguir. De Juan Liscano un derechista de chequera gorda como lo calificó, palabras más, palabras menos, Adriano González León. De Uslar Pietri un reaccionario por defender la excelencia de la enseñanza superior en su polémica con Rodolfo Quintero. Y hasta Aquiles Nazoa, hizo humor despreciativo a propósito del Hotel Humboldt calificándolo de “ese maruto que le salió al Avila” en una charla que le oí en la Facultad de Arquitectura.
Se generalizó en el ambiente una visión sociológico-política que juzgó de modo reductivo los planes de vivienda de toda una década. Es de recordar en ese sentido el estudio encargado por el Banco Obrero a un equipo técnico de la Unión Panamericana (actual OEA) liderado por el sociólogo norteamericano Eric Carlson que descalificaba sin apelación lo hecho en el 23 de Enero. Y no es que en esa experiencia en particular no hubiese cosas, tal vez muchas, que revisar, sobre todo hoy en día cuando la idea de formar ciudad, de reforzar la idea de calle, plaza, parque, la vivienda como un tejido donde se estimula el intercambio con las actividades urbanas evitando las áreas residuales, los espacios baldíos que son tierra de nadie característicos del enfoque de ese conjunto urbano, sino que la revisión debía ser hecha con la idea de promover correcciones, actuar para resolver los problemas. Como lo propuso Jorge Rigamonti en su estudio de esa zona, encargado por el equipo técnico de la Alcaldía de Libertador en tiempos de Aristóbulo Istúriz, dentro del marco de los Planes Parroquiales, una iniciativa que nunca debió ser abandonada.
El resumen de todo esto es simple: ese período de nuestra historia moderna tiene todavía mucho que enseñarnos. Tanto en el terreno estrictamente disciplinar del que me ocupo hoy, como en relación a la necesidad de reencontrarnos con una visión de nuestra sociedad en la que hacer las cosas y hacerlas lo mejor posible, esté por encima de la sospecha y la prevención. Porque lo positivo de ese tiempo fue avasallado por las secuelas (entre ellas la construcción de la “ideología”¨compensatoria a la que hemos aludido) de una negativa y perversa exclusión política, violenta y dictatorial, que se superponía o subyacía en ese mundo optimista. Se torturó y se asesinó, y se pagó el precio al sepultar lo positivo. Hoy se tortura y se asesina psicológicamente, el mundo ha cambiado, y pagaremos el mismo precio. A menos que hagamos nuestra la necesidad de construir realmente una cultura, un modo de vivir, sin arbitrarias exclusiones.