Oscar Tenreiro.
Ya me he referido al lugar que ocupó emocionalmente en todos nosotros, a lo largo de nuestra infancia y adolescencia, esa especie de retiro espiritual –interregno anual–que eran las vacaciones en Ocumare de la Costa. Sin atender a una secuencia cronológica iré ocupándome de cosas sencillas o simples que allí ocurrieron y fueron el remoto fundamento de cosas importantes.
La primera vez que fuimos a Ocumare y nos asomamos a la playa hicimos lo que hace todo el mundo: reconocer las fronteras entre playa y mar, porque el mar puede ser peligroso. Para empezar, hay que acercarse a la orilla y así lo hicimos. Uno se para en la orilla y si el mar es fuerte se siente intimidado, asoma el miedo. Si es plácido se hace invitante y tal vez engañoso. En un mar como el de Ocumare, de olas fuertes, la bahía grande de olas más fuertes en la costa central venezolana, hay que ver las olas con cuidado pensando si uno está preparado para enfrentarlas, lo cual equivale simplemente a bañarse sin que te revuelquen.
El verbo revolcar está asociado a toda playa de olas fuertes. Y revolcar significa según la RAE derribar a alguien contra el suelo…especialmente un toro al torero. Y como aquí no hay un alguien sino algo que es la ola y además no hay toro, vamos al otro significado:Vencer al adversario ¿Y cual es el adversario? la ola. Sí, en una playa como la de Ocumare las olas son adversarios que tratan de revolcarte. Revolcar pues, se convierte, cuando un niño se está bañando en una playa con olas fuertes (que es por cierto la modalidad más entretenida del baño de mar) en el verbo más utilizado cuando se habla con otros niños ¿Te revolcó?… te dejaste revolcar…me echó una revolcada…y así. De nuevo lo digo: bañarse sin que las olas te revuelquen es el objeto principal del reconocimiento que se hace desde la orilla. Pero hay que incluir otra cosa: ¿Dónde revientan las olas? O mejor ¿las olas revientan? Vayamos de nuevo al diccionario: romperse o abrirse violentamente algo lleno de aire o líquido…O sea que la ola revienta cuando rompe y golpea la arena o la roca. Las olas de Ocumare revientan. Hay playas que son distintas, y como son poco profundas las olas se deslizan en una especie de continuo deshacerse llenando de espuma la superficie. Así es por ejemplo Playa del Agua, en Margarita. Pero en Ocumare, repito, revientan y revientan duro. Es al reventar –o romper como diría un español– cuando te revuelcan, por lo cual se hace indispensable ubicar el sitio donde lo hacen, el cual en Venezuela (y leo que también en Chile) se llama reventadero, el lugar donde revientan las olas. Ya antes hablé de ese lugar cuando mencioné entre otros lugares de Ocumare al uvero junto al kiosco de Lourdes. Ahora aclaro que no es un punto sino una estrecha franja continua siempre cubierta de agua que viene a ser una de las fronteras de las que hablé. Corre a lo largo de la playa, y si el agua desapareciera podría dejar ver una zanja de unos 50 cm. de profundidad, o más si las olas son muy fuertes, sólo visible por momentos con el movimiento del agua que desciende de la playa –la resaca– para encontrarse con la nueva ola, y la masa de agua parece levantarse para mostrar el reventadero lleno de guijarros en vez de arena. Guijarros que el agua va alisando a lo largo del tiempo…
La ubicación pues del reventadero es un asunto esencial en una playa como la de Ocumare. Uno va preparado al entrar al mar para encontrar la zanja y si se es corto de estatura no hay que asustarse al quedar repentinamente con la cabeza bajo el agua, porque se saca afuera luego de superada la zanja, habiendo lógicamente tenido la precaución de intentar pasar el reventadero antes de que llegue una ola a reventar allí… y revolcarte.
Adoptamos esa estrategia pues, la del reconocimiento para poder tomar posesión de nuestro pedazo de mar desde la primera vacación en Ocumare, aun sin saber nadar.
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Pero saber nadar era indispensable porque esa playa es profunda: a menos de 50 metros del reventadero hacia adentro, la profundidad puede ser de algo más de dos metros y a los 100 metros más de tres. Sabíamos por supuesto chapotear y mantenernos en sitio seguro donde nuestros pies tocaran fondo y nos bañábamos siempre supervisados, pero nadar no sabíamos. Así que un buen día se apareció por la playa Juan Plate, nuestro amigo pescador, con quien mamá había hablado, para darnos la primera clase de natación a los más pequeños porque Jesús y Pedro Pablo ya la habían recibido. Clase que era bastante simple y sin ningún tipo especial de preámbulo: meterse al agua, pasar el reventadero, llegar a la primera franja donde tocáramos fondo, reunirnos allí en círculo con el agua al pecho, oír las instrucciones de Juan… y aprender a flotar. Aprendizaje para el cual él nos ayudaba sosteniéndonos al principio extendidos viendo hacia arriba y respirando hondo una y otra vez, primero uno después el otro, Carlota, Edgardo y yo, hasta que fuimos capaces de flotar solos, luego de lo cual correspondía empezar a dar brazadas etc. etc. todo en secuencia más o menos improvisada hasta que en un par de días –eran clases intensivas– ya sabíamos defendernos y no mucho después debíamos nadar solos con supervisión, hasta que Juan Plate dejó de venir.
Y vale aclarar antes de seguir adelante que en la bahía de Ocumare se distinguían tres zonas principales caracterizadas por el tamaño de las olas. Viendo desde la playa hacia el mar, podía dividirse la bahía en tres partes. A la izquierda, hacia el oeste, limitada por la prolongación rocosa del cerro –La Punta– que penetra en el mar y es el límite de la bahía, estaba la zona de olas más fuertes. Es donde se encontraba la casa vacacional de los Jesuitas de Venezuela. Luego estaba la zona central de olas moderadas y finalmente limitada por el cerro donde está la desembocadura del río –La Boca– el mar es manso pero tiene el inconveniente del limo en suspensión aportado por el río que enturbia el agua, y también la presencia eventual de ramas flotantes en tiempos de crecidas. Nuestra zona era la segunda porque hacia la punta las cosas se complicaban con las corrientes cruzadas y la resaca. [1]
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Tengo el recuerdo de un rato de baño con mamá cuando yo era un niño muy pequeño, antes de que pudiéramos defendernos solos. Ella se ponía para entrar al agua unas zapatillas de goma con el fin de evitar las inevitables piedritas o conchas semihundidas en la arena húmeda. Esa vez me llevó cargado hasta el borde cercano a donde llegaban las olas, otra de las fronteras de las que hablé: de un lado la arena calentada por el sol, seca y disgregada donde se enterraban los pies y al mediodía quemaba (arena que en Ocumare no es coralina, blanca, sino de un beige claro que delata la presencia de roca pulverizada); del otro lado hacia el mar la mojada, de color más oscuro, compactada por la humedad, color que ayuda a definir una frontera variable según la llegada de la última ola. En ese borde entre las dos arenas se calzó las zapatillas, para lo cual me dejó en el suelo. Una vez calzadas me volvió a cargar y fue entrando al agua, esperó que no vinieran olas, pasó el reventadero y llegó al lugar para bañarnos, más quieto, cruzado por ondas que se harían olas. Allí se dejó caer y llegamos ambos a la frescura del agua, que en nuestra tierra nunca es demasiado fría. Yo aferrado a ella tomaba mínimos sorbos de agua salada de sus hombros. Y empezó uno de esos paréntesis de ternura, tan esenciales para todo niño, privilegio especial de la madre. Me decía que hundiera la cabeza y me celebraba al hacerlo, o me soltaba para que flotara rescatándome antes de que tragara agua, como yo se lo hice a todos mis hijos y ellos se lo habrán hecho a los suyos.
Me sorprende lo vivo que está ese momento tan pequeño, un instante en comparación a una vida completa. Se suma a otro, tal vez el más antiguo que conservo: en el comedor de la casa de Maracay de espaldas a la romanilla sentado en una sillita de comer para bebé, veo la mesa con papá en la cabecera izquierda y en los lados los demás hijos, Edgardo seguramente recién nacido. Mamá se acerca con una bacinilla en la mano, me carga abrazándome y me lleva, la bacinilla colgando de su mano, saliendo del comedor. Supongo que me llevaba a dormir la siesta, luego de hacer pipí…
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Siempre ha sido parte de reflexiones íntimas, y al escribir regresa con fuerza como pregunta, encontrar el sentido de esos instantes. Los evoco con alguna frecuencia y he escrito ya sobre ellos en estos tiempos de mayor edad. Sin aspirar a ser preciso iré desgranando cosas que pienso.
Puedo decir lo más obvio: por ejemplo, que son la muestra de un amor mayor, que fueron instantes similares a todos los instantes de ternura que todas las madres prodigan a sus hijos como derivación del amor que les profesan, o lo que viene a ser lo mismo: lo que significan para ellas, porque la intensidad de ese significado puede perfectamente asimilarse al amor sin que lo llamemos amor.
Puede hablarme también de la figura de la madre protectora que cuida de cerca y conduce, y lo demuestra en el juego con su hijo, un juego que es al mismo tiempo de sujeción y de libertad.
Y hay un aspecto que para mí se revela hoy con fuerza propia. El vínculo entre la ternura y lo más alto: su presencia en el mensaje cristiano, cuya importancia se me muestra ahora en estos tiempos de reflexión que acompañan o motivan la escritura. Reafirmada por esto que el azar me ha llevado a leer: si algo da belleza y sentido a la vida, eso es sin duda la ternura. La ternura es la expresión más serena, bella y firme, del amor…[1] Condición serena, bella y firme, del amor que es la razón por la cual la ternura es inseparable del mensaje evangélico. Esencial vínculo que me lleva entonces de aquel baño de playa hace casi ochenta años a otra parte del mundo donde me sorprendió una antigua imagen de la ternura.
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Me refiero a una escultura que se pierde entre otras esculturas en el portal norte de la Catedral de Chartres. De ella he hablado otras veces. Es muy antigua, tal vez del siglo doce, y representa a Dios Padre creando a Adán. No había reparado en ella hasta que vi su foto en una tienda de souvenirs. Compré la foto y fui a contemplar la escultura en su sitio –de lejos porque está alta– y desde entonces, con veintidós años, esposa e hijo, tuve la foto conmigo para después convertirse en una especie de talismán que me acompaña. Cada vez que fui –unas cuatro veces– a ese prodigioso monumento cuyo sólo recuerdo me conmueve, le rendí tributo a esa imagen del portal de Nuestra Señora de Chartres. La de Dios Padre representado aquí como un hombre más,[2]como si fuese el Cristo, que delicadamente moldea la cabeza de Adán, delicadeza extraordinaria, expresión sin igual de la ternura hacia el hombre que nace, quien a su vez le pone la mano, con delicadeza análoga, en la pierna.
¡Me impresionó tanto esa imagen!
Y ahora cuando regreso a ella al hablar de la ternura de mi madre, pienso que la expresión abierta de la ternura en la iconografía cristiana a través de los siglos, es un regalo a la humanidad. Porque nos recuerda lo esencial y nos dice que está a nuestro alcance, al alcance de una madre, o un padre. Esta imagen de la creación del hombre por Dios representada como un tierno gesto de amor personal correspondido por quien está siendo creado, nos lleva a pensar en el hombre como imagen y semejanza de lo más alto, de su valor como persona, como el otro que es el mismo [3] y nos llama a su encuentro, como lo propone la filosofía de Emanuel Levinas.[4]
En la antigua escultura la ternura se muestra. Como también se muestra a través de la historia en las figuras de la Madre con el niño en unidad: un inmenso resumen de la expresión de la ternura.
Ternura materna complementaria a la del padre que protege. Esta última en el caso de los Tenreiro Degwitz desde lejos, como si estuviera detrás de una puerta entreabierta: nos vió pero no lo vimos. Estuvo siempre lejos, y sin embargo estaba.
[1]Texto titulado La Ternura de la página web del Centro Psicológico Zubieta de Valencia España. Primeras líneas del décimo párrafo.
[2]En la iconografía cristiana Dios Padre es generalmente representado como un anciano venerable de barba blanca. Pero más antiguamente, en tiempos menos influidos por las demandas del populacho se representaba como un símbolo, generalmente el triángulo equilátero.
[3]Es el título de un cuento de Jorge Luis Borges incluído en su Libro de Arena
[4]Debo mis eventuales referencias a Emmanuel Lévinas (1906-1995), a los comentarios y conversaciones con mi hija Victoria, cuya Tesis de Doctorado presentada en la Universidad de Valencia-España en 2017 versó sobre este filósofo nacido en Lituania de origen Judío.