Oscar Tenreiro / 23 Noviembre 2009
Esa fue la pregunta que Le Corbusier se hizo al saber que construiría en La India la ciudad de Chandigarh. Lo dijo en una entrevista como si tratase de recalcar su aceptación humilde de la avasallante influencia del sol en el origen de una posible arquitectura. Allí en las planicies al pie del Himalaya como en todo el planeta, es la ley solar la que determina el modo de vivir del hombre en su cobijo. Pocos lo han dicho de manera tan poética pero toda la gran arquitectura tiene una historia en la que el diálogo con el sol, con la luz, ocupa un lugar central. Y en la de Corbu controlar el impacto del sol en la piel del edificio, dirigir su luz, convertirla en moduladora del espacio interno, se convirtió en práctica permanente, en legado para todos los arquitectos.
Con cada generación se siguen abriendo nuevos capítulos en ese dialogo asimétrico pero la pregunta sigue vigente. El sol, la relación con él por exceso o por defecto, el tratar de hacerlo amigo y no agresor, usar su luz como herramienta para calificar el espacio interno, genera formas, crea ocasiones, dicta los atributos del edificio.
A nosotros cuando éramos estudiantes, se nos impulsó a comprender los efectos de ese diálogo difícil. Nuestro Villanueva iniciaba todo examen de una propuesta con un donde está el Norte y recordaba cuando se presentaba la ocasión la agresividad del Oeste en un trópico húmedo a 10 grados del Ecuador. Por eso me molesta ver tanta «piel» expuesta a la inclemencia solar, tanto desdén por la sombra, tanta confianza en que la tecnología que se comercia hará «sostenibles» a unas arquitecturas que visten el último disfraz concebido en los 30 y más grados Norte o Sur, desparpajo del marketing que descarta la diversidad.
El horrible invierno.
Nuestra joven guía en la casa de Alvar Aalto en Helsinki nos habla de su incomodidad con el invierno que se aproxima. Dice con simpatía que ese «horrible» momento del año con oscuridad de dieciséis horas lleva a las personas hacia sí mismas haciendo del contacto personal un asunto de puertas adentro. Repitió varias veces la palabra horrible, habló de ánimo depresivo, de cerrarse al otro. Pensé que exageraba, pero según me confesó Juhani Pallasmaa al narrarle la anécdota, el invierno en esas tierras puede en efecto impulsar a la melancolía, la nostalgia: salimos a trabajar de noche y regresamos también de noche hacia la intimidad y un cierto tipo de encierro. Puede ser depresivo.
Entendí mejor con esa simple referencia a la ley natural de esas latitudes, la arquitectura de Alvar Aalto. Porque en todas o casi todas las obras de Aalto se busca alguna oportunidad (y en ciertos casos la oportunidad se convierte en el punto central, en la justificación del edificio) para recoger y conducir la luz solar. O mejor dicho, se hace de la búsqueda de la luz natural un asunto de primera importancia. Los recursos utilizados para ello (lucernarios prismáticos o cilíndricos, piramidales, hendiduras de la estructura, modificaciones en la trayectoria del techo) se convierten en lo que pudiéramos llamar accidentes del edificio, que en virtud de su carácter de instrumentos de captación de una materia vital para la atmósfera interna, se hacen inseparables de la totalidad, a la vez que se destacan como formas abstractas. Desde los tiempos de la biblioteca de Viipuri (1927-1935) en la que el espacio central se inunda con la luz proveniente de 57 lucernarios cilíndricos, se multiplican los ejemplos y se hace claro un punto de vista, una prioridad, un requisito.
Lámparas y plafones.
Y si buscar la luz natural es fundamental, también lo es hacer de la lámpara un complemento indispensable; simple lógica. Aalto (y Aïno su primera esposa) diseñaron doce tipos de lámparas de techo para la empresa Artek, que fundaron en 1939, aparte de 12 de mesa, de pie o de pared. Y esto no fue sólo por una pasión hacia el objeto de diseño como solía yo pensar, sino sobre todo por el rango que la lámpara adquiere en los interiores nórdicos. Siendo evidente la importancia del mobiliario (Artek es famosa por sus muebles, complementos indispensables del opus aaltiano) convertir la lámpara o la suma de ellas en referencia para la atmósfera interna lo es menos. Entre nosotros tropicales la lámpara puede ser secundaria. Y hasta el mobiliario. Le oí a Villanueva en una conferencia: «no se trata de amoblar la arquitectura» y me pareció certero; útil además para este mundo tropical de improvisaciones. Pero en Aalto sus muebles «prolongan» el orden de su arquitectura. Y la lámpara o la luz indirecta (Frank Lloyd Wright habló mucho de ésta última) se imponen.
Ese fue uno de los mensajes que me dejó la visita a la Iglesia luterana de las Tres Cruces (1957) en Imatra en el centro-norte de Finlandia.
Llegamos allí mi esposa Nubia y yo bajo la lluvia en un mediodía para asistir a un oficio dominical dedicado a la leyenda de un ángel que ayuda a un par de niños a cruzar un peligroso río. La sala está flanqueada por un imponente órgano ubicado entre dos grandes ventanas-lucernarios casi cenitales. Y como la claridad del sol se hacía mortecina en la bruma del día, las lámparas y las hendiduras en el plafón repartían en el ambiente una luz complementaria que dispara una segunda percepción del espacio.
También me hice consciente ese día que el plafón como piel interna, semi-independiente de la externa, es instrumento esencial para Aalto. Re-configura el espacio y encierra las fuentes de la «otra luz».
Y se me reafirmó también la noción, recibida de otros y que creo haber asimilado, de que la arquitectura y el arquitecto son hijos de un medio natural. Noción que por obvia no se menciona y por no mencionarla se olvida.