Oscar Tenreiro / 12 Septiembre 2010
Mientras recorro la exposición sobre Rogelio Salmona y su obra no puedo dejar de pensar en uno de sus promotores, William Niño Araque, hoy sufriendo una presunción de culpabilidad penal lanzada en las cámaras de televisión por el Jefe de los poderes públicos venezolanos. Resalta para mí el absurdo de que sea una persona como él, dependiente de su trabajo diario, mensajero público permanente sobre el valor de la arquitectura y la ciudad, conocido por mucha gente en su modestia y dedicación. Y también por altos funcionarios del régimen cuando aún no habían vendido el alma. Comentarista amigo de la ironía y un cierto desparpajo que le confiere una frescura que muchos envidian, hoy perseguido sin fórmula de juicio, arrollado por represalias ajenas a su integridad.
Aparte de eso, si es que esas cosas se pueden dejar aparte, me asaltan las comparaciones entre el mensaje de la exposición y lo que vivimos diariamente aquí. El contraste entre la forma como trata la sociedad colombiana a un arquitecto que ha sido referencia en su país durante por lo menos tres décadas y el espacio de permanente mezquindad, de peros interesados, de obstáculos, de sospechas, sin que cuente el patrimonio acumulado por la trayectoria, en el que nos movemos los arquitectos aquí. Porque Salmona disfrutó (y lo digo sin conocer el debate sobre arquitectura en Colombia) de un respeto que le garantizó importantes encargos hasta las últimas etapas de su vida, del acceso a autoridades que siguiendo el ejemplo marcado por sus obras supieron actuar en la ciudad. Gentes del mundo político que en cierto modo aprendieron de su discurso (ilustrado en un excelente video que acompaña la exposición) sobre el espacio público promovido en la ciudad democrática por la arquitectura institucional. Enseñanza que de alguna forma está presente en el ejemplar esfuerzo por mejorar la calidad de vida que se adelanta en las ciudades colombianas.
Símbolo
Conocí a Salmona en 1985 en Buenos Aires. Recuerdo que me gustó poco el modo como durante una conversación informal se refirió a su tiempo con Corbusier. Pero eso fue un detalle frente a su discurso, rico en elaboraciones que podrían llamarse literarias sobre los valores primordiales de la arquitectura. Se extendía en resaltar las virtudes del ladrillo, su material preferente. Compartió con arquitectos colombianos de su generación o un tanto más jóvenes una especie de culto a ese material, que en algunos de ellos tenía rasgos de militancia. Un tiempo después lo volví a ver en Lima en un foro convocado por Juvenal Baraco. En ambas oportunidades me pareció una persona contenida o cautelosa; tal vez un rasgo bogotano. Pero lo que yo veía como distancia era más bien conciencia de su rol público, de su papel casi de símbolo en la arquitectura colombiana. Y su obra le daba la autoridad necesaria.
Dos de sus obras, que nunca he visitado, me impactan: La Casa de Huéspedes de Cartagena y la Biblioteca Virgilio Barco en Bogotá. Admiré la primera al ver las imágenes y oír la descripción que Salmona hizo en una charla. Soberbio ejemplo del manejo de los materiales y el ejercicio de la disciplina constructiva que Jesús Tenreiro, quien la conoció, elogiaba sin reservas. En ese tiempo no había construido la Biblioteca, inaugurada en 2001, servicio público de Primer Mundo, construida y equipada hasta el último detalle. Arquitectura pública en todo su significado. Y no, por cierto, imitación de modas del firmamento de estrellas, sino producto de raíces culturales de su contexto, de su cultura. Cuatro décadas de campaña sobre bibliotecas en Venezuela, no han podido producir un ejemplo comparable.
Contrapunto
Porque nuestro populismo, lo digo una vez más, convirtió a la arquitectura en lujo. Completar un edificio aquí es una tarea titánica. Se lucha contra la incomprensión, el clientelismo o la simplificación ingenieril. La Casona caraqueña fue encargada a un arquitecto amigo del partido en el Poder (tiempos de Leoni). La residencia para visitantes en La Viñeta no se sabe. ¿Y la Biblioteca Nacional? Se trató con tanta tacañería en la etapa final que fue el dolor de cabeza de Tomás Sanabria.
Esta exposición, preparada por la Fundación Rogelio Salmona y apoyada por la Cancillería colombiana revela no sólo respeto por una figura, sino conciencia de la importancia de la arquitectura como expresión de cultura. El arquitecto disfruta en ese país de un fuero establecido que contrasta duramente con nuestra estrecha cotidianidad de profesionales prescindibles. Ese contrapunto entre lo que nosotros hemos vivido y estamos viviendo con lo que refleja la exposición, estuvo hablándome al oído durante el rato que la recorrí. Pensé en el oficialismo cultural venezolano que ha consolidado y aumentado esa triste tradición. Mostrando una incoherencia que no tiene explicación racional. Sobre todo si sabemos que el Ministro de la Cultura es arquitecto y alguna vez dijo que amaba la arquitectura. Pero la opereta política que vivimos, ha hecho olvidar lo personal. Las preferencias de toda una vida yacen arropadas por mitos que avasallan y hacen de la incoherencia lo habitual.
Cambiaremos, eso no lo dudo, pero por ahora esa situación es nuestro caldo de cultivo. Como la arquitectura está indisolublemente unida al contexto sufrirá también de incoherencia. Es difícil saber lo que saldrá de ello. Se realizará en fragmentos, en momentos afortunados, en logros aislados, no hay que engañarse. Y para lograr un mínimo de equilibrio psicológico es necesario tratar de entenderlo.
Mientras tanto alimentamos una sana envidia de los arquitectos colombianos. Y admiramos una vez más el legado de ese símbolo que fue Rogelio Salmona.