Oscar Tenreiro / 29 de mayo 2011
Pese a que su producción se resiente del exceso y le hubiera venido bien tener sólo el 10% de los trabajos que acumula en su carrera, creo que Renzo Piano (1937) es un arquitecto que ha producido algunos de los mejores edificios de estos tiempos en que se le pide a la arquitectura tantas cosas equivocadas.
Ha insistido en mantener el rigor técnico asociado a una visión muy depurada del diseño que le ha cuidado de transitar los caminos más confusos de Richard Rogers (1933), su antiguo socio y coautor del centro Pompidou, una de las obras más publicitadas y visitadas del siglo veinte. Piano y Rogers ganaron ese concurso en 1970 y saltaron a la fama, pese a los aspectos polémicos de esa obra que vino a ser el antecesor «ideológico» de los edificios-emblema que se han regado por el mundo.
Piano ha sido etiquetado como un arquitecto high-tech junto a Norman Foster (1935), el mismo Rogers y otros menos conocidos. Una etiqueta que se apoya en que los tres han sido cultores de una aproximación a la arquitectura que insiste en «mostrar» o hacer evidente el esqueleto estructural y sus agregados, tomando decisiones de diseño justificadas en nociones técnicas. El esqueleto se concibe tratando de diferenciar en el diseño el papel de los elementos sometidos a tracción o a compresión, lo cual llevó a Kenneth Frampton a denominarlas estructuras «tensiles», en un esfuerzo de clasificación. Va de sí que estas estructuras, por querer hacer visible su forma de trabajo, son invariablemente de acero porque el concreto armado es un material que muestra mucho menos su mecánica interna. Se inscriben además en un universo estético derivado de la racionalidad constructiva, de la depuración del diseño de los elementos, de sus conexiones, de sus proporciones.
Tradición moderna
Las tres figuras que he nombrado no logran resultados del mismo nivel, pero podría decirse que son herederos de la tradición moderna en su versión más ortodoxa.
No soy un seguidor de sus pasos, pero sí me interesa visitar sus obras cuando tengo la oportunidad. Ha sido el caso con Piano en dos obras importantes. Una que he comentado aquí, el Parque de la Música en Roma (2002). Y otro, el que motiva el comentario de hoy, el edificio del New York Times, en Nueva York, terminado en 2007.
Edificio más bien discreto porque no busca impresionar con ningún gesto especial, como es el caso por ejemplo del de la Corporación Hearst de Foster (2006) allí mismo en Nueva York, cuyo volumen se hace facetado en virtud de un esfuerzo de diferenciación un tanto forzado, como sucede en algunas obras recientes de Foster. Tal vez queriendo acercarse a las imágenes de edificios en altura con estructuras «tridimensionales» que circularon en los años sesenta, de las cuales una muy precisa fue la del rascacielos no construido de Luis Kahn para Filadelfia, de fines de los cincuenta.
Piano, por el contrario, se limita al volumen prismático que coloca al borde de la calle, dejando el fondo del lote para una serie de oficinas especiales y el Auditorio, uno de cuyos lados se abre hacia un muy hermoso patio interior con vegetación.
Esa idea de aproximar, de acercar el edificio a la calle, sigue el alineamiento preponderante, pero hace preguntarse si es imposible en Nueva York que un edificio corporativo pueda aceptar que la Planta Baja ceda espacio a la ciudad tal como lo hizo en su momento el Seagram de Mies Van der Rohe (1958) que en Park Avenue rompió con los alineamientos de un modo radical, creando una plaza que ha venido a convertirse en su distinción más notoria.
Piel protectora.
Imaginamos los argumentos para que esto no fuese posible, entre los cuales destacará el de la seguridad ante amenazas terroristas. Pero de todos modos uno lo piensa, llevado tal vez por una visión de lo urbano ajena a esta ciudad, lugar de prisa y de circulación siempre estresante. Y sin embargo allí están de todos modos, como secuela interesante del gesto del Seagram, los rascacielos más o menos anónimos de la Ave. de Las Américas («anonimato» que les ha valido muchas críticas desde hace cuarenta años), que crearon un sistema de plazas públicas de acceso muy gratas y que hacen más amable a ese sector de la ciudad, creando oportunidad para un fugaz descanso que se agradece.
El volumen prismático está rodeado por una piel de tubulares de aluminio (o acero inoxidable) que protege el muro cortina que envuelve las oficinas. Hace poco comenté aquí que un edificio del japonés Fumihiko Maki (1928) en el campus de MIT en Boston recurre a un principio muy similar, que se hace hoy técnicamente accesible y es el resultado de la búsqueda de principios de control de la incidencia solar más sutiles que el ya un poco mal visto «quiebrasol» corbusiano y por supuesto que el horripilante cristal entintado de color que somete los usuarios a un permanente ambiente de discoteca. Pero aquí, a diferencia de lo que hace Maki, la piel se interrumpe en bandas horizontales coincidentes con las ventanas de cada piso. Y surge la pregunta sobre el por qué de esta decisión, ya que como se demuestra claramente en Boston (ver foto superior central en el «collage» fotográfico), la percepción del paisaje «filtrado» por los tubos es perfecta, menos el resplandor solar. Si ya se había adoptado el principio protector ¿por qué no hacerlo en todo el volumen? El tamizar permanentemente la vista hubiera planteado un precedente pionero siempre riesgoso, pero no tengo dudas del interés del resultado, y quedaría siempre la opción de crear puntos abiertos en sitios escogidos. Uno siente la sensación de oportunidad perdida si nos imaginamos el enorme volumen, filtrando y reflejando la luz, sin la presencia molesta de los elementos verticales de soporte de la «piel», bien notorios en la realidad.
Siguen unas fotos de la fotógrafa venezolana residente en Nueva York Patricia Burmicky. La primera es un collage en el cual se puede apreciar en el centro, arriba, la vista hacia la calle, filtrada por tubulares, del edificio de MIT de Fumihiko Maki.