ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 15 de mayo 2011

Cuando uno se pasea por la desolada explanada del Forum de Barcelona y observa desde el exterior (estaba cerrado) el torpe edificio de Herzog y De Meuron, y a lo lejos hacia el mar, el gesto rimbombante de la Placa Solar de Torres y Lapeña, cual «baldacchino» de la antorcha al «soldado desconocido», tan grandilocuente es su monumentalidad (muy bien «diseñada»), surgen muchas preguntas.

Una de ellas es por qué se ha hablado tan poco de ese traspié de suizos tan renombrados y que haya habido tan poco debate y más bien respetuosa cautela, respecto a una operación urbana originalmente interesante que resultó mal acompañada. Y hasta se premió (el edificio,creo) en la Bienal de Venecia del 2004.

El asunto nos lleva a la Barcelona de hoy y sus contradicciones. Sobre todo si, como es mi caso, recuerdo la admiración de otros tiempos.

Porque hace ya años que recibí, como también muchos colegas de aquí, la buena nueva: en Barcelona venía tomando forma la idea de actuar en la ciudad asumiendo la arquitectura como herramienta principal. Había sido incorporada a un programa político, de modernización, de salto cualitativo. Pero una comprensión más completa sólo pude tenerla a fines de la década siguiente cuando pude leer más, oír los razonamientos de Oriol Bohigas,  tener una breve entrevista con Pascual Maragall; y por supuesto visitar la ciudad. Acabábamos de tener en Caracas el Seminario de Arquitectura Española de 1989.

Recuerdo además los recorridos con Jaume Bach y Gabriel Mora, juntos en ese tiempo, a algunas de sus modestas e interesantes obras: una plaza, una estación de tren de cercanías; y a otras mayores que ya eran notorias en la ciudad junto a bien logrados planes de ordenamiento de espacios públicos.

Barcelona se había convertido en un centro de debates sobre los nuevos modos de proceder. Los arquitectos forcejeaban con los urbanistas herederos de la tradición de tiempos del franquismo, la de una visión tecnocrática de la ciudad resumida en lo normativo. Y abrían debate hacia la filosofía, se fundaban las bases de una nueva crítica, todo ello muy bien documentado con la revista Arquitecturas Bis impulsada por muchos pero de modo notorio por Oriol Bohigas.

II

En tiempos adolescentes, llegó a mis manos un libro de Nicolás Berdiaev (1874-1948) «Reino del Espíritu, Reino del César», cuya reflexión esencial, aplicada al cristianismo, giraba sobre el impacto erosionador del Poder en los impulsos originarios de un movimiento. Su tesis da para muchísimo pero destaco el eterno tema del papel corruptor del Poder. Con todas las distancias guardadas, me parece que Barcelona y sus arquitectos, que me tomo la licencia de considerar como una díada, pueden ser ejemplos de la tesis del filósofo ruso. Porque el papel combativo, militante y pionero  que caracterizó el ambiente de los primeros ochenta fue desapareciendo a medida que se establecieron políticas y actuaciones en las que los arquitectos ganaron Poder. El perfil del arquitecto catalán de éxito se fue acercando al del jet-set internacional mientras que el espacio cultural de la ciudad lo hacía en talante y aspiraciones de afinidad con las grandes ciudades-símbolos del poder económico. Barcelona se hizo destino de los trotamundos del refinamiento, sus universidades se llenaron de holandeses, alemanes, austríacos y norteamericanos, y los académicos daban clases en Toulouse, Amsterdam, Frankfurt, Londres o Lausanne. Las conferencias de los críticos tenían traducción simultánea al inglés y las revistas celebraban demasiado los ropajes novedosos. Barcelona dejó de ser campo de pruebas abierto a expectativas que nos eran cercanas. La invitaron, y siguen haciéndolo, a demasiados «cocktails» elegantes.

Ya sorprendía  la decisión que se tomó en los noventa de llamar a arquitectos de renombre internacional para construir. Era un deseo de internacionalizarse halagando figuras que después de todo no eran más importantes que los mejores arquitectos de España. Si el argumento hubiese sido, como supongo, el de unos Juegos Olímpicos mundiales, lo contrasto con la actitud alemana, de confianza en sus propios talentos, en ocasión, por ejemplo, del Mundial de Fútbol. Pero así fue en los años siguientes en toda España, como si se quisiera emular el nuevoriquismo de los equipos de fútbol. Hasta llegar a la fabulosa condecoración a Peter Eisenman en Galicia.

La cuestión central sería preguntarse por qué un debate vivo que representaba un modo de ver la arquitectura alejado de las versiones blandas del postmodernismo, con personalidad propia, terminó transformándose en algo parecido, por una parte, a una reserva natural para arquitectos famosos y trashumantes; y por la otra, la más local, a una versión Ferrán Adriá de la arquitectura al día. El asunto recuerda lo que Josef Kleihues hizo en el Berlín anterior al muro, cargado también de ansiedades universalistas. Y, todas las distancias tomadas, con lo de China en búsqueda de nombres sonoros para apagar el ruido sobre su irrespeto a  los derechos humanos.

Y lo peor es que uno sabe que en este caso hay bastante sustancia, de la buena. Que lo que ocurre es que se ha impuesto un deseo engañoso de escapar de una identidad que sigue allí, debajo del talante «sifrino», como decimos aquí. De la capa bien barnizada de una Barcelona que incluso ha llegado hoy a pulir con energía mediática, apetecible a turistas, pisos, columnas y superficies en la «continuación» de la Sagrada Familia. «Aggiornamento» artificioso que ha sido tema en los corrillos arquitectónicos de otras partes de España. Y al decir esto ultimo pido perdón a la parte catalana que no quiere ser España. Para mí lo es y lo será siempre.