Lo que digo más abajo, al comenzar la nota publicada en TalCual, es una confesión. Me ha tomado mucho tiempo retomar el entusiasmo por lo que hago después del resultado de las elecciones venezolanas del pasado seis de Octubre.
Para una buena mayoría de venezolanos conscientes del extraño camino que han tomado las cosas públicas en Venezuela, es fácil entender el por qué de mi desaliento, pero para quien me lee desde más lejos las cosas están menos claras.
Una de las razones para esa falta de claridad ha sido sin duda el culto que profesan ciertos sectores de la izquierda política internacional a regímenes como el que gobierna con poderes totales en la Venezuela de hoy. Un culto que pasa por alto los innumerables abusos antidemocráticos que hemos venido sufriendo por más de una década los venezolanos, abusos que de ninguna manera podrían ser justificados en cualquiera de las sociedades democráticas occidentales, pero que se consideran (ese es el verdadero problema de esa «izquierda» ciega y sorda) perfectamente legítimos en un país como el nuestro, que juzgan ignorante y acosado por toda clase de inequidades. Olvidando que en sus países de origen hace escasos cien años las evidentes inequidades jamás hubieran podido ser argumento para alentar la antidemocracia o el atropello a los derechos humanos.
Precisamente en relación con ese modo de vernos, resultó para mí una experiencia sumamente irritante oír la defensa que el político británico ex-laborista George Galloway hizo del régimen venezolano al responder a un estudiante que lo increpaba en relación a los derechos de los gays luego de una conferencia que Galloway había dictado en la Universidad de Oxford. Aparte de algunas inexactitudes menores de parte del estudiante, quien se refirió a los insólitos abusos electorales durante nuestras recientes elecciones por parte del oficialismo, Galloway al contestarle prorrumpió en una encendida e innecesariamente agresiva defensa de nuestro Komandante con una catarata de argumentos completamente falsos sobre lo que ocurre en la Venezuela de hoy. Presumía de haber estado aquí durante las elecciones, seguramente financiado por la campaña del régimen para ganar adeptos en la izquierda internacional. Pero evidentemente «no había visto sino lo que quería ver», tal como digo en la nota de hoy. Su apego ideológico le hacía llegar a un grado tal de inexactitudes que mi impulso fue el de fantasear acerca de la posibilidad de que esa ilustrísima universidad nos proporcionara el espacio para refutar punto por punto los argumentos del irascible político. Quien además goza de demasiada presencia en el marketing de las notoriedades, como lo atestigua la profusa información sobre su persona que puede encontrarse en Wikipedia. Páginas y páginas garantizadas por ser súbdito de su majestad británica. Razón suficiente para ignorarlo.
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Y el incidente Galloway nos lleva a la necesidad de observar sin usar el filtro de la ideología. Un asunto que no es sencillo, porque la observación de cada quien, como decía Ortega, depende de un «punto de vista». Observar es siempre un gesto personal. No podemos pedir coincidencia en las conclusiones del observador, lo que podemos pedirle es que observe, simplemente. Y confiar en que el resultado lo acerque a una mínima objetividad. La observación «objetiva» es un tema que ha estado siempre en el debate artístico-filosófico hasta convertirse en principio programático como ocurrió con el movimiento a favor de una «nueva objetividad» o «neue sachlichkeit» a comienzos del siglo veinte en Alemania, movimiento que pretendía, precisamente, que de la observación atenta de la realidad emergiese un arte distinto.
Pero vayamos a lo más inmediato sin alimentarlo de pretensiones. A la necesidad de estar atento a la realidad que nos rodea, mínimo requisito que podría pedírsele a un arquitecto: que se sumerja en el mundo en el que vive y deduzca claves para su trabajo.
Es eso por lo que abogo, y es también lo que alimenta mi estupor cuando percibo en los ambientes de gente más joven de Venezuela una tendencia irresistible a la evasión, ayudada por la identificación personal con el mundo virtual de las redes de información y mercadeo. Se vive en una ilusión de realidad construida con retazos del debate internacional que circulan dentro de un espacio profesional que vive de los sectores pudientes, o del comercio privado importador que sobrevive con cierta fuerza dentro de la general decadencia productiva venezolana. Podría hablarse de una «burbuja» que se mantiene gracias al excedente petrolero, estructuralmente ajena a los grandes problemas de la arquitectura institucional que siguen en manos de un Estado ineficaz bloqueado por delirios populistas.
Como me pasó recientemente en la ciudad de Maracaibo, de donde regresé muy impresionado por lo que me pareció una generalizada ilusión de optimismo que quiere pasar por alto los obstáculos que nos van alejando de una acción profesional comprometida con la inmensa maraña de problemas que aquejan a Venezuela.
Si uno pudiera estar inclinado en aceptar que tanto en el sector privado como en el público existen nichos que pudieran favorecer la práctica arquitectónica, precisamente por su condición de nichos nada garantizan de cara a la sociedad en general. En ellos puede tal vez darse un ejercicio de cierta calidad pero siempre a distancia de la enorme acumulación de omisiones de las últimas cuatro décadas venezolanas. Muy poco se gana con alimentar entre los que van asomándose a la arquitectura la sensación de que la realidad circundante puede ser superada aprovechando oportunidades aisladas o haciendo valer un talento personal que todo joven tiende a considerar con alguna desmesura. Por ese camino no habrá verdadero avance en una sociedad en la que está todo por hacer.
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Pero la condición para una acción pública comprometida con la ciudad es la plena vigencia de la democracia. Una democracia lúcida capaz de entender las prioridades de la Venezuela urbana ignoradas hasta ahora por la hojarasca de la vieja política. Una democracia transparente que permita institucionalizar mecanismos limpios para la concesión de encargos.
Decir eso nos lleva a la responsabilidad personal en las instancias en las se nos pide una definición, tal como ocurrirá en Venezuela este próximo Domingo.
Sabemos que las opciones en juego no son las que muchos de nosotros desearíamos. Que no siempre los candidatos «de oposición» representan realmente una actitud política nueva, con el vigor que reclama nuestra visión del futuro. Pero en esta instancia concreta lo que más importa es señalarle al Régimen que su deriva autoritaria, que su exacerbado culto a la personalidad que en los últimos días ha llegado hasta extremos delirantes, tiene como freno nuestra disposición a imponer con el voto la vigencia de nuestros derechos y la obligación de que los que detentan el Poder entiendan lo que queremos para Venezuela.
Todo esto, lo sabemos, puede sonar extraño para quienes viven en contextos que han superado las tentaciones autoritarias o totalitarias. Pero para nosotros recordar estos principios elementales es un reclamo permanente, acuciante.
Porque no hemos dejado de observar y observarnos.
¿QUÉ HACER AHORA?
Oscar Tenreiro
/ (Publicado en el diario TalCual de Caracas el 15 de Diciembre de 2012)
Trato, desde hace dos largos meses ya, de encontrar la energía necesaria para hacer lo que hago; mejor dicho, para seguir haciendo lo que hago con mínimo entusiasmo. No ha sido fácil, pareciera a veces que la energía reencontrada se diluye, retrocede, cuando aparece con nueva fuerza la realidad. Y para nosotros arquitectos, ese aparecer no es en absoluto casual, educados como estamos en la observación de lo que nos rodea.
Un profesor muy querido a quien me he referido muchas veces, Charles Ventrillon, decía que la clave para aprender a dibujar era la observación. Agudizar la mirada y ser capaz de llevar esa observación hacia el deseo de dibujar: dibujar desde la observación, una condición que es la que permite discernir cuando un dibujo está unido a una intención y cuando es simple ilustración. Oía al viejo decir eso son mucha frecuencia sin tener una idea clara de lo que significaba. Y hoy me encuentro medio siglo después con el problema de que no puedo dejar de observar, porque la observación es, podría decirse, un atributo esencial del arquitecto. Una observación dirigida al entorno inmediato, al escenario en el que la vida discurre, a la ciudad, al edificio, a los detalles, los accidentes, al movimiento de las personas…y el asunto puede hacerse obsesivo hasta desear uno que la observación sea selectiva, que veamos sólo lo que queremos ver. Es lo que todos hacemos en cierto modo: dejar pasar cosas y concentrarnos sólo en lo que directamente nos afecta. Observar demasiado puede ser tan difícil como recordar demasiado, tal como le ocurría a Ireneo Funes, el memorioso, el uruguayo inventado por el argentino Borges.
Pero hay que insistir en observar. Y a los venezolanos de hoy se nos impone como obligación, para comprender mejor lo que estamos viviendo.
II
Lo decía la pasada semana al mencionar las inmensas distancias que hay entre nuestra realidad y la de los países centrales. Darse cuenta de lo que es la ciudad venezolana, lo que es físicamente, el modo como la vida transcurre en ella, como se muestra, lo que abriga, las presiones a las que somete a sus habitantes; percibirlo con la simple observación reflexiva, dice más que cualquier discurso. Y por eso mi invitación a la observación, fuera de las justificaciones, y sobre todo fuera de la retórica ideológica que termina por filtrar lo observado, haciendo ver sólo lo que uno quiere ver. Ejercicio necesario además para todo aquel que esté movido por el deseo de ver cómo los prejuicios y omisiones del populismo político enferman a la ciudad.
Y no es fácil asimilar lo que nos muestra la observación. Lo puede llevar a uno a un cierto grado de impotencia reconocer el inmenso proceso de degradación al que ha venido siendo sometido nuestro entorno, degradación que obstaculiza la ciudadanía y crea condiciones favorables al crimen, nuestra peor amenaza. No hace mucho me lo comentaba un amigo que vive en el exterior después de haber pasado aquí su adolescencia, al regresar de una visita a uno de tantos suburbios caraqueños, los de los altos mirandinos, que ilustran bien el significado de la palabra anarquía. El país que tú y yo conocimos ya no existe, me dijo, se lo tragó la barbarie de la improvisación, de la falta de miras, del desprecio a los valores cívicos, o mejor, a toda idea de lo que una ciudad debe ser. No me dijo nada distinto de lo que todos de un modo u otro hemos comentado, pero sus palabras tuvieron en mí una especial repercusión al recordarme que las expectativas que habían sido mías y de muchos como yo no hace tanto tiempo se habían evaporado.
III
Y por eso se hace necesario que el esfuerzo de observación nos incluya. Para descubrir por ejemplo de qué forma nuestra conducta es una respuesta a lo que la ciudad nos dice. Si estamos respondiendo a la necesidad de actuar, de llamar la atención a otros, de hacer militancia contra la indiferencia. O si nos conformamos con explicaciones provenientes de la ideología política, considerando el deterioro como una etapa que será superada mediante ajustes políticos y económicos de carácter general que dejan en segundo término a la crisis urbana. Por un lado se nos propone actuar, promover conciencia, por el otro refugiarnos en la conformidad enmascarada con ideología.
Ese es el dilema actual venezolano: o asumimos la responsabilidad de revertir el deterioro que se manifiesta en la ciudad, en el intercambio social que en ella se expresa, o continuamos cultivando justificaciones nacidas del auto-engaño, o sea la hipocresía.
Y mucha hipocresía hemos visto en los últimos días los venezolanos. Los problemas más acuciantes se diluyen en discursos que los ocultan en nombre de lealtades que no son sino señuelos para mantener la sujeción política.
Es esa hipocresía que esconde la realidad la que debe ser derrotada. No nos damos cuenta de cuanto hemos avanzado para lograrlo. Me lo recordaba no hace mucho una colega alemana con la propiedad que da el atenerse a los hechos sin dejar de lado la proximidad afectiva. Decía ella que la lucha venezolana era un ejemplo excepcional: pese a todas las polarizaciones y enfrentamientos, se estaba resolviendo en una confrontación esencialmente democrática: con el voto y no con la violencia. Con el voto, sí.
Un comentario que me llevó a lo que digo más arriba: la observación es fundamental no sólo como conocimiento de la realidad sino también del modo de transformarla. Nos permite entender el alcance de nuestra crisis pero también el valor del esfuerzo democrático por superarla. Esa condición democrática es el único camino duradero para superar la hipocresía. Y estar conscientes de ello nos ayuda a seguir haciendo lo que hacemos. Y contribuiría a que la Navidad sea feliz, como se nos desea siempre.