ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro / 9 de abril 2014

Cuando escribo sobre las escuelas o temas similares de la arquitectura pública, como lo hago en la nota para el periódico del fin de semana pasado, estoy consciente de que digo cosas que son obvias en países con fuertes tradiciones. Pero entre nosotros se hace necesario insistir en cuestiones superadas en sociedades más maduras porque, precisamente, nos encontramos en un momento histórico (que dura décadas y mucho más) en el que estamos creando fundamentos. Y sin embargo, eso nos lo puede ocultar la ilusión de que sabemos cosas que en realidad no se saben más allá de nosotros. Siendo más exacto puede decirse que creemos que se saben ciertas cosas porque es conocimiento aceptado en los mundillos en los cuales nos movemos habitualmente, sin darnos cuenta de que más allá de ellos el asunto ni se considera, no es parte de ninguna tradición, no tiene respaldo institucional alguno.

Es lo que pasa con la idea de lo que debe ser una escuela. Con demasiada frecuencia, dadas las enormes carencias de países como el nuestro, cuando se habla de infraestructura educativa se piensa en la forma más elemental de escuela, olvidando todo aquello que contribuye, que estimula, que converge hacia mejorar la relación entre estudiantes y maestros, entre quienes enseñan y son enseñados. Estímulo en términos de lo que el edificio proporciona, dada su calidad ambiental, su confort, las prestaciones que lo convierten en ambiente grato. Todos aquellos asuntos que para nosotros los arquitectos son inseparables del problema escuela. Asuntos que son los que defiende la cultura, la tradición, la historia de cada sociedad, y que en nuestro medio, repito, apenas se consideran cuando se habla en general de la necesidad urgente de construir escuelas. Se omite, como algo sin importancia, el universo de referencias físicas que soportan el proceso de trasmisión de conocimientos.

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Un aula desnuda no es suficiente. El aula llama al libro (la biblioteca de aula), a la imagen (la cartelera y cualquier otra imagen que se coloca, que se retira, que se asocia al discurso), a las herramientas que apoyan lo que el maestro quiere comunicar, incluyendo hoy los medios electrónicos, que hacen más accesible la lectura y la imagen. Un aula, al menos en los niveles primarios, no puede ser un espacio impersonal sino un lugar vestido por el conjunto de vínculos que facilitan el mensaje docente. Aceptemos, por cierto, que en este aspecto específico, el del estímulo al esfuerzo de comunicación, la palabra más importante la tiene el maestro y el aula debe facilitarle su tarea. Eso se traduce para nosotros los arquitectos en un aula que debe tener condiciones de confort térmico, acústico, de iluminación y de calidad ambiental en general, que tienden a no ser incluidas como objetivos cuando en sociedades como la nuestra se habla de suplir los enormes déficits acumulados con rapidez y bajos costos.

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Ese es uno de los problemas a los que nos enfrentamos aquí y que resultan irrelevantes para sociedades avanzadas: entender que la escuela debe ser, no sólo un sitio para dar y recibir clases, sino un lugar digno, acogedor, con condiciones que estimulen y apoyen el proceso educativo. En un país como el nuestro la tendencia va a ser, como lo ha sido a lo largo de los últimos cuarenta años, dirigir la acción pública exclusivamente hacia el terreno cuantitativo, dejando de lado, o difiriendo, los imprescindibles aspectos cualitativos.

Pero allí no se detiene la reflexión. En una sociedad con altos niveles de pobreza y con enormes contingentes de población viviendo en condiciones insalubres en barrios urbanos improvisados, el esfuerzo de construir la escuela tiene que estar asociado al mejoramiento del entorno. Lo que quiero decir con esto se aplica no sólo a las escuelas sino a todos los servicios institucionales públicos, como el de salud por ejemplo, y es motivo de cierta satisfacción para quien esto escribe que ese principio haya sido acogido y realizado en experiencias concretas realizadas tanto en Caracas como en zonas cercanas a la capital en las cuales la construcción de la escuela vino a ser un recurso de mejoramiento radical del entorno inmediato.

Ese principio de vincular la dotación de escuelas (y de cualquier servicio básico) a la búsqueda de una mejor calidad de vida en el sector donde se construye es fundamental y exige un cambio de mentalidad por parte de quienes conciben y arbitran fondos para los planes educativos. La escuela debe ser un instrumento de mejoramiento. El esfuerzo de construirla nunca debe detenerse en sí misma sino en la capacidad de que la operación incluya el esfuerzo de renovación del espacio urbano que la rodea.

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Conceptos como éstos tendrían que haber figurado en el esfuerzo revolucionario de los últimos años venezolanos. Y es allí donde deben detenerse quienes como Ignacio Ramonet y sus equivalentes venezolanos se empeñan en elogiar lo que aquí ha ocurrido. Por una parte está lo que nos viene ocupando y tendría que haber sido asunto central en la acción pública: la distinción entre calidad y cantidad, un aspecto clave en la educación. Y no sólo eso sino lo que podría haberse esperado del acceso al poder con el objetivo de revolucionar. Pero también es esencial considerar con un mínimo de honestidad la relación entre recursos y objetivos a cumplir, sobre todo si se conocen, como las conoce en cifras gruesas todo aquel que se interese por lo que aquí ha ocurrido, las inmensas cifras de recursos en divisas que ha manejado el Estado venezolano en los últimos quince años. Y se constata entonces un desfase escandaloso entre el dinero que ha pasado por las manos del Estado y la situación general de deterioro que existe hoy en todos los aspectos de nuestra realidad social, económica, productiva y de infraestructuras físicas.

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No hay posible argumento favorable a los logros de estos quince años en el Poder si se toma en cuenta esa escandalosa dilapidación de recursos. A menos que, y eso se convierte en argumento que acusa a estos revolucionarios miembros de la intelligentsia, esa dilapidación carezca de importancia frente a la satisfacción de ver en acción a un Régimen que se justifica sólo en la retórica del discurso de sus líderes sin que importen para nada los datos reales sobre mejoramiento social.

Resulta claro que la concepción de revolución que privó luego de tomado el poder fue la de reeditar los viejos esquemas de lucha de clases y de exclusión como política de Estado venidas de experiencias de fundamentos marxistas, y concretamente de la revolución cubana. Todo ello sostenido con torrentes de palabras y dinero, también en torrentes, gastado en propaganda, adhesiones buscadas con invitaciones selectivas y gastos pagados, financiamientos ocultos, contratos con bufetes norteamericanos que hacen lobby en Washington, dinero entregado a corredores de autos, artistas, actores, deportistas y hasta Escuelas de Samba.

Como un botón de muestra, recuérdese que el Arq. Sesto Novás siendo Ministro de Cultura le entregó hace siete años a un mediocre actor norteamericano como Danny Glover, para una película que nunca se ha realizado, nada menos que veinte millones de dólares. Gesto este que se suma a muchísimos otros durante estos quince años de impúdico despilfarro.

En resumen, prácticas demostrativas de que el dinero se dirige a sostener el Poder y sólo en segundo término a la solución de problemas.
Esa es la explicación del lamentable estado de la inmensa mayoría de centros educativos venezolanos luego de quince años de cacareo revolucionario. Y también la de que tengamos que insistir en lo que para muchos es ya conocido.