Oscar Tenreiro/(Publicado en el diario TalCual de Caracas el 26 de Julio de 2014)
Lo específico de la arquitectura lo define bien Luis Kahn, citado por Craig Ellwood (1922-1972) en una entrevista que data de los años sesenta. Me referí a ella aquí el año pasado (12 de Octubre) y la transcribo íntegra:
«Mi amigo el arquitecto Luis Kahn me dijo una vez que un pintor puede pintar ruedas cuadradas en un cañón para expresar la futilidad de la guerra; un escultor puede esculpir las mismas ruedas cuadradas, pero un arquitecto tiene que usar ruedas redondas. Luis Kahn enfatizaba así los límites de la arquitectura.
La verdadera gran arquitectura es arte y el arte en arquitectura es una cualidad inmedible. Pero también la gran arquitectura es primeramente técnica y en consecuencia un edificio debe reflejar claramente el orden, la disciplina, los aspectos medibles de su ser. En el momento en el que la forma se hace arbitraria, o un estilo, es algo distinto a la arquitectura, Debe haber alguna fuerza subyacente que motiva las formas de la arquitectura. La forma por sí misma no existe, esa era una de las frases favoritas de Mies Van der Rohe. La Arquitectura ciertamente debe ser más que una simple expresión de una idea y el verdadero arte en arquitectura no es estilismo arbitrario o simbolismo etéreo o innovación sólo por innovar, sino más bien la medida en la que un edificio puede trascender de lo mensurable a lo inmensurable. La medida en la que un edificio puede evocar placer o emociones profundas; la medida en la que un edificio puede elevar e inspirar al hombre mientras simultáneamente refleja la lógica de la técnica, la tecnología, pues ella sola trasmite su derecho a existir».
II
Esas reflexiones nos ayudan a situar a la arquitectura del espectáculo. Cuando el edificio se convierte en un objeto modelable a voluntad se empiezan a recorrer caminos que conducen a lo que Ellwood llama estilismo arbitrario. La fuerza subyacente pasa a ser un impulso íntimo que bien puede ser superficial, una manera de hacer que se convierte en característica y en cierto modo se devuelve contra quien lo hace transformándose en estilo personal. Un estilo que lo identifica y que exige de él repetirlo convertido en marca de fábrica. Ya no le será posible explorar en alguna dirección distinta. Perdería prestigio, clientela y nivel intelectual. Deberá llevar el asunto como parte de su identidad.
Lo cual por cierto es distinto a lo que llamamos lenguaje. El lenguaje no determina un estilo. Al hablarlo, por ejemplo, influyen los instrumentos personales Es un timbre, una cadencia propia de cada ser humano. Pero no hay allí, necesariamente, amaneramiento. El habla cambia con la personalidad, surge de la experiencia, de lo adquirido, no es una imposición. En cualquier actividad es una capacidad de expresión adquirida como resultado del ejercicio; cuando se expresa desde un oficio. Para el arquitecto será privilegiar el uso de determinados materiales, darle especial valor a la luz natural, trabajar con texturas, buscar los énfasis del color o el volumen…y todas aquellas cosas que la modernidad trajo a la conciencia para quedarse y hacerse límites.
Es sobre esos límites y lo que ellos implican que versa el énfasis de Kahn comentado por Ellwood.
Porque la modernidad hizo suya la idea de fijar límites. La filosofía del siglo veinte insistió en fijarse límites a sí misma, al dar cuenta de que el filosofar opera dentro de los límites del lenguaje. Se modificó el modo de filosofar, a pesar de que el embrujo del lenguaje impulse siempre a traspasar esos límites. Y se traspasan continuamente.
Otro tanto ocurre y ocurrirá con la arquitectura y cualquiera de las actividades humanas no científicas: seguirán rondando las tentaciones para ceder a los impulsos, para operar fuera de los límites en virtud de la arrogancia de quien se siente creador.
III
En las semanas anteriores decía que algunos arquitectos claves en el patrimonio moderno transitaron esos límites. En realidad todo arquitecto se mueve en esa especie de filo de la navaja entre lo que se funda en razones y lo que proviene de la intuición personal. Toda decisión de diseño proviene de ambos mundos. Si quien se entrega a esas tentaciones ha sido favorecido con el genio, definido por Robert Graves (1895-1985) como la capacidad de saltarse los barreras que constriñen a la generalidad de los seres humanos, aportará la gota de perfume que le da un rango superior a sus decisiones. Es eso lo que define a un arquitecto de obra duradera. Sin esa condición, el dar rienda suelta a impulsos expresivos corre el riesgo de la autoexaltación. Ocurre así con lo que se pone de moda, lo fashionable, lo trendy. Porque, para decirlo en lenguaje coloquial venezolano, no se tiene con qué. Es lo que ocurre con muchos de los espectaculares que he nombrado.
Y regreso a Luis Kahn y Oscar Niemeyer. Dos figuras de desarrollo disímil como arquitectos, nada comparables desde el punto de vista de la trascendencia de su obra, pero que, cada uno a su manera, cedieron a la tentación expresiva. Uno controlado por el cultivo de un rigor intelectual que lo convirtió en referencia siempre presente, otro favorecido por el Poder y la notoriedad pero demasiado complacido con un sí mismo inflado por la autoindulgencia.
Luis Kahn tenía con qué, y mucho, cuando se entregó a la intuición que en cierto modo hizo explosión en sus proyectos de Daca, Bangladesh. Un atisbo de ese entusiasmo es el interior de la biblioteca de Exeter, edificio influido por un contexto enteramente diferente. Su estatura de artista excepcional hizo de esas experiencias arquitectura memorable.
Es difícil decir lo mismo de las tentaciones que Niemeyer convirtió en edificios en las últimas tres décadas de su larguísima vida. Aquí mostramos una.