ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

Hace unos minutos le mandé a mi segunda hija y su esposo, que viven en España, una foto de Caracas como la veo desde mi refugio, tomada hace unos días cuando no había esta inesperada lluvia de 30 de Diciembre. Le puse la leyenda «La ciudad que los espera con paciencia», que pretendía recordarles lo que sabemos pero olvidamos: pese a las asperezas del momento la ciudad continuará allí. Ella es mucho más de lo que le concedemos, seguirá estando cuando nada exista de nosotros.

Se nos hace difícil reconocerle a esa ciudad que nos acompaña, la trascendencia que banaliza nuestra circunstancia. Y si pudiera decirse lo mismo de la nación entera, la ciudad es la que le da contornos a la escena cotidiana, a lugares y rincones, perspectivas, la que fija los ritmos de las personas, las cadencias, las atmósferas, la que da fisonomía a las urgencias. Y puede ser vista, casi, como la personificación de nuestro mundo íntimo.

Pero persistimos en achacarle como permanentes los rasgos de un presente que, particularmente en el caso de Caracas, son sólo un episodio de mediocridad, de empobrecimiento moral y físico. Y eso nos hace imposible pensar que le espera una posteridad más luminosa. Que también será nuestra si vivimos lo suficiente pero sobre todo si persistimos en acompañarla, en estar con ella.

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Además, estas ciudades nuestras están llamadas a ser, superando y asimilando las contradicciones de un mestizaje cultural y social singular e irrepetible, cuando sus dirigencias alcancen mayor lucidez y se haya establecido un acuerdo social y político acerca del modo de regularlas y promover su crecimiento, el aporte central de un continente, de una civilización podría decirse, a la cultura urbana universal.

Y así como un historiador, Germán Carrera Damas recientemente, dice tener, y lo acompañamos en ello, la certeza histórica de que Venezuela superará el estrangulamiento político actual, tenemos una certeza similar acerca de nuestra capacidad para corregir los errores cometidos y entender cual es el camino para estimular las fuerzas regenerativas que toda ciudad tiene en potencia. Capacidad que se hará más completa en la medida en la que dejemos atrás prejuicios y exclusiones y sobre todo ese fantasma funesto que ha nublado el entendimiento de varias generaciones de dirigentes que es el populismo, factor decisivo en el actual estancamiento. La imprescindible modernización de nuestra sociedad obligará a apelar al conocimiento que existe y sobre el cual mucho se ha madurado, para adelantar, por ejemplo, la incorporación plena a la vida urbana de nuestras zonas marginales, punto de partida de cualquier esfuerzo de rescate de una calidad de vida que ha llegado a sus peores niveles en los años recientes. Años en los cuales, paradójicamente, se ha hablado como nunca de redención social, mientras se dilapidaban los recursos hasta constituir un caso único en la historia.

Nuestra ciudad cambiará, será mejor. Evolucionará, para superar al autoritarismo que ha terminado por repetir y agravar los errores. Seguirá abierta para quienes partieron de ella en busca de opciones o simplemente escapando de la hegemonía del crimen, su peor lacra.

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Ese es el mensaje que uno desea dar en este comienzo de año a tanta gente que ha venido perdiendo la fe en su ciudad atribuyéndole permanencia a lo pasajero, olvidando esa vocación de casi eternidad que toda ciudad tiene. Error agudizado por el cultivo de un escepticismo que hace ver como imperdonable ingenuidad la idea de que el derecho se impondrá por el peso propio de la verdad que lo acompaña. La ciudad puede ser, debe ser, un espacio espiritual superior que derrotará la mentira y al cinismo.

Muy atrás en el tiempo, en el quinto siglo de nuestra era, Roma había sido invadida y aniquilada, reducida a cenizas, violada, por los bárbaros. Agustín de Hipona, ya viejo, dejó entonces para los siglos venideros una obra con un nombre: La Ciudad de Dios. Habló de esa ciudad como opuesta a la Ciudad de los Hombres en términos que vinculaba a los valores del cristianismo. Para él esas dos ciudades se encuentran mezcladas y confundidas y es nuestra tarea clarificar, discernir y buscar la que verdaderamente nos acoge. Haciendo un esfuerzo de analogía, puede decirse que hay una ciudad de todos, del encuentro entre opuestos, de la tolerancia, de la convivencia, que está continuamente formándose, creciendo, consciente de que no está dicha la última palabra, opuesta a la ciudad de los usurpadores. La Ciudad de Dios de San Agustín es la de la tolerancia, de la convivencia de opuestos, tan típica de nuestro mundo donde lo mejor y lo peor son vecinos. La que queremos hacer nuestra si tenemos el ánimo, la reciedumbre, el impulso de hacernos presentes, que sumado al de muchos, nos da la fuerza de los mejores momentos de un pasado común que nos llama a resistir. Es la ciudad nuestra, la de todos, la de nuestros hijos, a quienes precisamente les pedimos que no la conviertan en un simple recuerdo. Que regresen a ella. Los que la asaltaron cesarán, serán un mal momento. La ciudad de siempre cuenta con nosotros. Y nos espera.

La ciudad que esperaCaracas, 28/12/2014