Todo lo que nos ocurre parece imposible cuando lo vemos desde fuera. Lo digo en el escrito de hoy y se lo hago notar durante mi corta visita a Estambul al amigo turco que el colega Ramón Fermín me presentó, Kadir Karacoç, arquitecto también, con quién Ramón trabajó durante más de un año hace muy poco. No me cree que la criminalidad sea tan extrema, lo noto en su expresión, piensa que estamos exagerando mi esposa y yo cuando el tema se toca durante una cena. ¿Cómo puede conservar el Poder un gobierno como el que describimos? Es una dictadura, le explico. Con careta, oculta detrás de un disfraz que tiene la extraña virtud de ganarle simpatías a cualquier Régimen por autoritario e ilegítimo que sea: la careta antiimperialista, antiamericana, el uso de los lugares comunes de toda la vida en la izquierda radical. Y así, ¡oh milagro! se gana la simpatía de todo el mundo “progre”. No entiende Kadir cómo pudo haberse llegado a controlar todos los Poderes públicos. Y describiendo el cómo, tratando de hacernos entender, se me hacen de nuevo claras las razones por las que creo indiscutible que el Régimen es dictatorial. Dictadura extrema y cruel. Sí, extremadamente cruel por lo refinada y por la sutileza con que aplasta, y lo hace en un grado superior al que llegaron todas las que anteriormente hemos tenido, con excepción tal vez de la de Gómez. Es la nueva forma dictatorial de estos tiempos latinoamericanos. Y esperamos que sea derrotada y que nuestros pueblos aprendan de nuestra experiencia.
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Estambul es una ciudad espléndida. Fue una visita fugaz que nos dejó, a mí y a mi mujer una huella muy profunda.
Y pude hacer realidad mi deseo de conocer Hagia Sophia, ese mítico monumento que oí mencionar por primera vez cuando adolescente comenzaba mis estudios de Arquitectura. En ella experimenté lo que busco en la arquitectura de la historia: raíces, huella de los sucesivos pasos del tiempo que son a la vez testimonios de los cambios de la voluntad humana, la rusticidad impuesta en superficies, detalles, accidentes, por una vida que no siempre coincide con la que el visitante fugaz quiere ver y los tiempos actuales maquillan, evolución en el tiempo, adaptación.
Hagia Sophia se encuentra en la parte alta de la colina sobre la que se ubica lo que fue el centro de Poder de la ciudad. Está en el borde de los terrenos del Palacio de Topkapi, de unas 60 Hectáreas, que rematan en el mar. Frente a ella, en un lugar un poco más bajo y como a medio kilómetro de distancia está la Mezquita Azul construida luego de la toma de Constantinopla por los ejércitos Otomanos.
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En el gran espacio central de Hagia Sophia, bajo la cúpula y colgando de ella, grandes aros metálicos que soportan lo que fueron lámparas de aceite, o velas, y hoy son luces artificiales demasiado fuertes, definen un plano a poca altura, cercano a los fieles. Es un modo de iluminar el espacio que se repite con algunas variantes en todas las mezquitas que visitamos. Llamaron la atención en su momento a Le Corbusier cuando muy joven hizo su muy conocido “Viaje a Oriente”. Hacía notar ese recurso tradicional que delimita dentro del gran espacio una escala cercana a las dimensiones humanas. Se repite en las mezquitas de tiempos del Imperio Otomano que visitamos, obras del gran arquitecto Sinan, hombre de genio, de extrema longevidad (1490-1588). Todas caracterizadas por la planta en cruz griega, presidida siempre (el modelo es Hagia Sophia) por una cúpula central con semicúpulas laterales. En ciertos casos con pórticos que las rodean parcialmente y van techados con pequeñas cúpulas sucesivas o con techos inclinados que cubren generosamente el espacio que antecede a la entrada. Las mezquitas más pequeñas tienen un sólo minarete, las monumentales cuatro, como los que se agregaron a Hagia Sophia cuando dejó de ser cristiana. Son esbeltos y especialmente hermosos volúmenes verticales de piedra que junto a las cúpulas de los templos en los que se ubican, vestigios de un tiempo anterior que se mantienen vivos como sitios de oración, se convierten en puntos de referencia, en sus varias versiones y tamaños, en el tejido de la ciudad histórica y sus alrededores.
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Desde uno de los barcos trasbordadores que como parte del sistema de transporte público conectan las distintas zonas de la ciudad, la vista es única. Una leve bruma que parece ser un fenómeno permanente estorba un poco pero no impide apreciar el sereno perfil de la ciudad histórica, del cual sobresalen de cuando en cuando las mezquitas. Cruzamos desde Eminonu, en el borde de mar de la ciudad histórica hasta un lugar, Kabatas, desde el cual sube un moderno funicular hasta la Plaza Taksim, conocida recientemente por las manifestaciones políticas. Desde ella parte una calle de estricto uso peatonal que conduce de nuevo hasta el borde marino, muy concurrida, animada por músicos callejeros, flanqueada de comercios y pequeños cafés y restaurantes. Lugar de convivencia de gente en general joven que la recorre en una especie de incesante procesión. Ningún sobresalto para el turista, que se confunde con la vida local.
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Me resulta incómodo reconocer mi ignorancia sobre el Imperio Otomano que durante siete siglos dominó un inmenso territorio y estuvo a las puertas de Europa central. Su grandeza gravita, me parece, sobre los turcos modernos de un modo especial que se manifiesta en la conversación y en una constante referencia a ese pasado. Sorprende por otra parte que la arquitectura patrimonial esté especialmente vinculada a una sola persona, Sinan Ibn Adülmennan (Mimar Sidan-Arquitecto Sinan en turco), contemporáneo de Miguel Ángel. quince años más joven que él, cuyo nombre parece opacar todos los demás. Fue nombrado arquitecto Jefe de la Corte por Solimán el Magnífico, Sultán Otomano de 1520 a 1566, para quien construyó la extraordinaria Mezquita de Süleymaniye, la mayor de la ciudad, que tuvimos la posibilidad de visitar. Es una manifestación inequívoca del valor del aporte individual a la formación de una cultura y podría pensarse que indica la importancia que las jerarquías tienen en esa cultura.
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Algo que me llamó la atención es que todas las mezquitas que visitamos parecen haber sido construidas poco tiempo atrás. Sus casi seis siglos de antigüedad apenas se muestran. La razón tiene que ver por supuesto con la nobleza de las piedras y mármoles utilizadas en los recubrimientos exteriores. Otra la limpia atmósfera marina, pero una razón adicional de importancia puede ser la de que hasta la fundación de la República Turca en 1922, el Imperio Otomano tenía carácter confesional y las mezquitas en cierto modo lo representaban, por lo cual desde el Poder se prodigaban los esfuerzos por tratarlas de manera especial. Sólo Hagia Sophia, mucho más antigua (comenzada a construir en el siglo III) y seguramente menos cuidada debido a su origen cristiano atestiguado por los mosaicos originales aún conservados en paredes y techos, acusa claramente el paso del tiempo. Resulta evidente en ella la necesidad de reparaciones y mantenimiento, de lo cual da cuenta un enorme andamio que se ha construido en uno de los flancos del espacio central y restringe gravemente la percepción del espacio. Puede llegar hasta pensarse que su condición de museo ha jugado un tanto en contra de su cuidado. Con lo cual doy la razón al amigo que se oponía a mi sugerencia de convertir en Museo a la Mezquita de Córdoba.
¿CARACAS LA MISERABLE?
Oscar Tenreiro
(Publicado en el semanario TalCual de Caracas el 30 de Mayo de 2015)
De viaje, a distancia, se hacen estridentes los extremos a los que hemos llegado en Venezuela. Resulta por ejemplo frustrante establecer comparaciones entre la vida en las ciudades del mundo y la agonía que vivimos en nuestra Caracas, condenada a muerte a base de un lento pero continuo despojo de sus virtudes urbanas más elementales. Abandonada a extremos únicos en el mundo al dominio absoluto del crimen, sobre lo cual recibo la noticia fresca de que a pocos metros de donde vivo (alrededores de El Hatillo) hubo en días pasados tres sucesivos secuestros.
Y lo más grave sigue siendo que el crimen se ha convertido, gracias a la omisión política, en un rasgo social (¿no dice algo lo del venezolano en la FIFA?) que ha hecho de Venezuela un país controlado por criminales cuya derrota exige una solución de Estado. Imposible hoy porque en los altos niveles de gobierno se dirigen bandas, hay vínculos con el narcotráfico, las policías están infiltradas, desde las cárceles se organizan sistemas criminales. Y si esta sólo fuese una verdad a medias, queda de todos modos clara la evidencia de que este Régimen es incapaz de contener el crimen porque convive con él ¡Formidable logro para una revolución! Tema que deberían plantearse los que siguen hablando tonterías ideológicas a favor de lo que ha venido ocurriendo en Venezuela.
II
Me regala un hijo una visita de cuatro días a Estambul desde España. Me asombra la hermosura de la ciudad junto a su eficiencia gracias a un sistema de servicios públicos de altísimo nivel. Conviven en ella 15 millones de personas, y decir conviven es una buena manera de subrayar la civilidad que se percibe por doquier. Cordialidad, sentido del derecho del otro, intensidad de vida que se da de una manera sorprendentemente armoniosa. Los problemas políticos, que los hay, no parecen erosionar la hermosa fisonomía urbana que pertenece a todos. Ni siquiera a las horas de mayor actividad percibí prisa atropellada, tumulto.
El tener en cuenta que no pertenece a un país del Primer Mundo me enfrenta, por contraste, a las debilidades culturales de nuestra sociedad, incapaz de entender las exigencias del proceso de urbanización. Mientras que para cualquier ciudadano turco Estambul es símbolo, es mensaje al mundo, es herencia de un inmenso pasado, nosotros, con dinero petrolero fácil cuya inversión es guiada por la ansiedad populista puramente distributiva, hemos ignorado la vocación de trascendencia de nuestro primer centro urbano, no hemos sabido confirmar su rango histórico-natural de capital no sólo nacional sino latinoamericana. La ceguera de medio siglo de populismo, ha hecho que se le niegue a Caracas lo que necesita, y todas las demás ciudades venezolanas han seguido en cierto modo esa pauta mediocre, que las ha marcado con la noción tecnocrática del polo de desarrollo, incapaz de generar imagen.
Caracas, de ser una ciudad promesa, descrita a mediados del siglo veinte como oportunidad singular, pasó casi a producirnos vergüenza. Sus ciudadanos padecen el suplicio, no sólo del crimen, sino de ver como todo va perdiendo lozanía, ahogado por la suciedad (¡ni la basura ha sabido controlar el Régimen!), el deterioro por doquier, el desorden como norma, ausente de toda noción de sostenibilidad. Un criterio que no es simplemente una palabra de moda, un lema político vacío, sino el único que puede garantizar servicios públicos de buena calidad. Mientras en Venezuela no entendamos que la concentración urbana es también una exigencia para cada quien, nuestras ciudades seguirán en crisis.
Caracas la malquerida, escribió una vez Picón Salas. Hoy podríamos decir Caracas la miserable. Está en nuestras manos evitarlo.