ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Planta de «transferencia» de basura, inutilizada e inmunda: atraso.

Oscar Tenreiro

Hace ya cierto tiempo que oí de alguien a quien respeto mucho que la cultura es experiencia. Supe después que ese concepto fue formulado originalmente por Kant, no sé en qué términos o en cual sección de sus obras (mis acercamientos a su lectura han sido escasos y poco tenaces), pero si partimos de allí puede entonces decirse que toda cultura se deriva o se amplía a partir de la experiencia.

En términos que atañen a lo individual eso significa que nuestra cultura depende de la posibilidad de ser actores (principales o secundarios) en el proceso de observar, apreciar, meditar, debatir, especular sobre, las distintas actividades humanas, teniendo la máxima importancia el vivirlas. Sin que dejemos de tomar en cuenta que la información, saber un poco de todo mediante lo que llega hasta nosotros como es común, no es cultura sino en la medida en la que se transforma en conocimiento procesándola o asimilándola, es decir, convirtiéndola en experiencia.

La consecuencia lógica de lo anterior es que la formación de la cultura en una sociedad cualquiera es igual a la suma de las experiencias individuales de quienes componen esa sociedad, por lo cual (y es esto lo que quisiera destacar hoy) si en esa sociedad no hay espacio para las experiencias individuales se está obstaculizando la formación o la evolución de su cultura. Eso explica el por qué la Historia Universal de la Cultura se resuelve en la historia de las experiencias individuales, por qué desemboca siempre en los hombres concretos que impulsaron o encarnaron experiencias singulares en el tiempo de su existencia personal. Dicho en otras palabras: la cultura es la experiencia de los hombres, de cada uno de ellos, separados o en concierto. Sin la experiencia individual, la cual conocemos a través de la tradición oral o a través de las obras que ilustran esa experiencia, no habría la posibilidad de crear cultura.

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Todo esto lo quiero relacionar con lo que hemos vivido en una sociedad como la venezolana en los últimos años, sabiendo que los razonamientos que utilizaré pueden ser aplicados a cualquier sociedad en cualquier tiempo histórico. Y lo haré refiriéndome al campo en el cual se ha movido mi vida, el de la arquitectura, y particularmente el de una arquitectura que aspira a ser testimonio cultural, advirtiendo que esa intención de vida ha estado necesariamente marcada, definida, configurada, por mis limitaciones personales.

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Y constato que en Venezuela, como en cualquier parte del mundo, el espacio en el cual es posible dar forma a una arquitectura que responda a intenciones más altas que la satisfacción de necesidades o el simple lucro, es principalmente el espacio institucional. Con la diferencia de que aquí la renta petrolera en manos del Estado ha promovido sobre todo a las instituciones públicas frente a un ámbito privado de muy débil tradición y permanente y errática lucha por sobrevivir. Si ya en la mayor parte de los países latinoamericanos hay una situación parecida en cuanto a la predominancia de lo público, en Venezuela el sector gubernamental de cualquier nivel, cuya importancia se fue exacerbando desde el comienzo de la explotación petrolera; en los años recientes se ha agigantado hasta convertirse de lejos en el más importante medio para el desarrollo de una arquitectura con vocación patrimonial.

Y así ha sido si examinamos la historia reciente, que es casi nuestra única historia de la arquitectura. Sin que dejemos de señalar que el campo privado, pese a su debilidad relativa e incluso su reciente crisis sigue produciendo ejemplos esporádicos de arquitectura de aliento con su punto más alto en el surgimiento vigoroso que lo caracterizó en los años cincuenta del siglo pasado.

Pero es evidente que las experiencias individuales de mayor peso, generadoras en grado importante de una cultura arquitectónica, tuvieron lugar en el sector publico.

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Ya desde fines de la década de los setenta del siglo pasado comenzó a hacerse evidente que, en un país más complejo, más diverso, con necesidades crecientes y especialmente con un liderazgo que empezaba a dar muestras de su incapacidad para dar respuesta con mínima continuidad a las demandas sociales, enredado en sus propias contradicciones, luchando por espacios de Poder, las instituciones públicas se revelaban incapaces de promover y realizar propuestas arquitectónicas no sólo en sintonía con el desarrollo universal de la disciplina, sino también con los puntos de vista y las aspiraciones de los arquitectos más comprometidos con una visión patrimonial de la arquitectura. Era evidente que la arquitectura institucional pública estaba siendo marcada gravemente por la rutina, la ausencia de aspiraciones. Y en alto grado por la mediocridad clientelar, porque los arquitectos se seleccionaban entre amigos y allegados políticos, los concursos eran escasísimos y los que se hacían culminaban regularmente en el fracaso. La arquitectura pública se caracterizó por desdeñar cualquier consideración más exigente, por la ausencia de aspiraciones; y cuando se intentaba ir más allá, en casos específicos, algunos incluso importantes, nunca el compromiso llegó hasta sus consecuencias finales, regularmente las interferencias de todo orden frustraban el resultado produciéndose innumerables abandonos o renuncias a la continuidad. Se hacía clara una verdadera crisis de la responsabilidad del Estado frente a la arquitectura de las instituciones públicas.

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Y así llegamos hasta los últimos dieciséis años, en los cuales la explosión de los ingresos del Estado hacían esperar una equivalente de experiencias arquitectónicas, porque además se anunciaban nuevos modos de proceder. Pero se interpusieron los delirantes sueños de grandeza inescrupulosos y falaces que alimentaron el culto a la personalidad, se extendió la sombra de la exclusión política, el peso muerto del prejuicio ideológico. No tuvo lugar, ni siquiera se intentó, cambiar el modo de asumir la construcción de la arquitectura pública, porque los arquitectos con influencia política se limitaron a hacer lo suyo y administrar su poder. Se abrió como ya es noción muy extendida e irrefutable, una brecha ominosa en nuestra historia que abrió paso a un desvergonzado despilfarro de recursos.

Las experiencias arquitectónicas se concentraron en circuitos cerrados, en instituciones o grupos de trabajo creados ad-hoc formados por incondicionales que actuaban siguiendo una agenda estrecha y limitada, siempre amañada por la distorsión política. En casos se concedió el encargo como privilegio a simpatizantes o grupos de influencia con resultados muy menguados. Lo que antes había sido síntomas y consecuencias de una omisión que alimentó la medianía, se tornó en grosera interferencia a la libertad de criterio, si es que algo de ello existía entre los favorecidos. No hubo consideración alguna a la posibilidad de entregar responsabilidades a los mejores, a los más meritorios, a quienes tuviesen un trayecto personal que señalara intenciones de superación. Se entronizó la mediocridad como emblema: la mixtificación revolucionaria tomó la palabra como ocurrió y sigue ocurriendo en todos los niveles de la sociedad venezolana.

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Se cerró en definitiva de un modo radical el espacio para la experiencia. Agreguemos  un asunto clave, esencial: se pretendió oscurecer, siguiendo dictados ideológicos,  el valor de lo personal. Y si a ello sumamos el despiadado ataque al sector privado que apenas sobrevive hoy dentro de una gigantesca distorsión de la economía que constituirá sin duda un caso de estudio sobre lo que no debe hacerse, queda claro que las aspiraciones de poner en práctica, de hacer lo que los más capacitados creían saber hacer, se cerró al abrigo de la maraña ideológica en la que se ha convertido el Régimen que rige a Venezuela.

En más de década y media con recursos como los que nunca ha tenido antes el sector público venezolano apenas si se pueden enumerar dos docenas de ejemplos en los cuales arquitectos pudieron expresarse. Inacción sin precedentes si se comparan recursos y resultados. Bajísimos niveles de experiencia y por lo tanto, regresando a los razonamientos iniciales, limitadísimos contenidos culturales.

Nuestra cultura arquitectónica se empobreció, perdió el rumbo, ha sido golpeada duramente por el estancamiento. Sabemos hoy en carne propia, dolorosamente, lo que significa la palabra atraso.

Y es importante que entendamos que su causa es de vieja data. Se inició hace mucho más de dieciséis años.