Oscar Tenreiro
Cuando por razones ajenas a mis deseos de ese momento (1962), me encontré siendo a los 23 años Profesor Instructor (de Taller de Diseño) en la Facultad de Arquitectura en la cual había cursado mis estudios, me hice muchas preguntas. Una de ellas sobre la razón para que yo desempeñara ese papel. Había hablado del tema con mi hermano Jesús, él ya profesor, apenas al saber que estaba abierta la posibilidad de ser contratado, y le decía, con total sinceridad, que no me consideraba capacitado para aceptarlo. Pero la vida en cierto modo me obligó a ello: era la única oportunidad de tener un sueldo (Oscar Carpio, Director de la Escuela me había ofrecido Dedicación Exclusiva con 2.620 bolívares al mes) era padre de dos hijos y esperaba el tercero, y el tiempo y las demás presiones estaban allí. Así que la vida decidió por mí, razón por la cual digo lo del principio: me encontré cumpliendo un papel que no había buscado.
Ya en ese momento, habiendo dejado atrás la vida estudiantil, el tema central de mis preocupaciones que era el deseo de dar testimonio de los valores cristianos mediante un compromiso militante con el activismo político, había dado paso a una búsqueda de carácter más íntimo nutrida por el intenso contacto durante los casi dos años que pasé en Chile, donde me casé y nació mi primer hijo, con un grupo católico de renovación que alentaba una perspectiva distinta, más vinculada a la vida sacramental; un giro, una vuelta de timón, que al regresar a Venezuela me valió ser visto con sospecha por mis antiguos compañeros de la polémica política local. Comenzaba yo a experimentar un cambio que terminó años después alejándome de la práctica religiosa sin que perdiera fuerza sin embargo el escenario de fondo: una Fe que parecía muy sólida (no problemática como la que experimento hoy) raíz de un intenso deseo de encarnar ese punto de vista. Y el encontrarme de profesor me imponía, pensaba yo en ese entonces, la obligación de aclarar, para mí mismo al menos, la forma en que se debía materializar ese impulso. Y lo quise hacer durante esos primeros años por diversos caminos que sería muy largo explicar aquí, hasta que se fue imponiendo lo que no estaba en mi conciencia de entonces y ahora veo con más claridad: la imposibilidad de establecer conexiones entre fundamentos ideológicos (que no otra cosa era mi deseo de materialización) y la dimensión que pudiéramos llamar técnica de los métodos de enseñanza de la arquitectura.
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Con el paso del tiempo mis intenciones testimoniales, a tono con la maduración personal e intelectual, con la mejor comprensión del mundo de las ideas, con el progreso de las búsquedas como arquitecto, se transformaron en una ética de la docencia que por una parte colocaba en primer lugar como asunto de la primera importancia en la relación profesor-alumno, el esfuerzo del estudiante por conocer, su compromiso con la tarea de acercarse a la disciplina, dejando en un plano más alejado las destrezas personales; dicho de otro modo, la valoración del compromiso y el esfuerzo por encima de los dones del talento, un enfoque sobre el cual me he cuestionado mucho en tiempos recientes. Y con importancia equivalente la responsabilidad del profesor sobre todo como instrumento para estimular en el estudiante el desarrollo de un pensamiento fiel a determinados valores de la arquitectura, concretamente los que podían expresar mejor los aspectos claves de la evolución de la tradición moderna (porque consideraba y sigo considerando la tradición moderna como punto de partida), señalando a la vez, mostrándolas, conversando sobre ellas, llamando a su conocimiento, arquitecturas concretas que funcionan como modelos referenciales.
La docencia pues, sobre todo en las dos últimas décadas (fui profesor durante 33 años) se transformó en un ir junto con el estudiante que creaba relaciones personales que permitían situar las dudas, los problemas de identidad, las limitaciones y las ventajas del estudiante; un proceso por cierto, muy posible en el sistema de Taller que aún persiste en la enseñanza de la Arquitectura. Esa aproximación debía algo sin duda a lo que ocurrió luego de la crisis de la llamada Renovación de la Facultad que se disparó en 1968-69 y que junto a muchos aspectos negativos descubrió otros positivos, como la importancia del acercamiento entre profesor y alumno.
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Esa misma valoración de la relación personal debía necesariamente aplicarse al cuerpo profesoral. Veía entonces como una condición el que los profesores compartieran y cultivaran muchas cosas incluyendo por supuesto su visión de la arquitectura y de la docencia. Después de diversos obstáculos logré finalmente fundar un Taller, un grupo docente (Unidad Docente se llaman en nuestra Facultad) cuyo cuerpo profesoral era bastante más que una simple asociación. Era una suma de voluntades (éramos pocos, cuatro y luego cinco) en torno a una determinada aproximación a la arquitectura y al pensamiento que la fundamenta. Compartíamos además en muchos casos concretos el trabajo profesional y la divulgación de nuestras preferencias en eventos de distinto tipo. Todo ello, lo repito, dándole especial importancia a la participación personal del estudiante como parte de una díada profesor-alumno. Y completaban el panorama dos aspectos que en los últimos años se hicieron extremadamente importantes, por una parte un fuerte arraigo a la realidad venezolana que implicaba la necesidad de conocerla hasta tener clara conciencia de nuestras especificidades, incluyendo las de nuestro medio ambiente, cuyo peso en la concepción del edificio y su contexto insistíamos en reconocer, teniendo además en cuenta, con convicción, el peso que en nuestras ciudades tiene la colonización que ha adelantado y adelanta la marginalidad. Y por la otra, como escenario de fondo insustituible ( y allí se produce un reencuentro con las preocupaciones testimoniales de los primeros años) la necesidad de luchar a favor de la democratización de nuestra vida política como único medio sostenible y permanente para el surgimiento de una arquitectura de las instituciones.
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Este reconocimiento de los valores democráticos como condición indispensable adquirió especial valor en los últimos quince años de mi tránsito docente por la Facultad de Arquitectura a partir de la fundación del Taller Firminy (así bauticé la Unidad Docente que dirigía) en 1983. Veía en la falta de oportunidades de acceso a los encargos públicos en una democracia muy corrompida por el tráfico de influencias y la cuestión clientelar, en un país petrolero con tan fuerte presencia del Estado en la construcción de la arquitectura de las instituciones, un obstáculo sólo superable mediante una democratización radical. Esa noción se hizo muy fuerte en los últimos diez años como convicción compartida y formaba parte importante de nuestro discurso sobre la ética del ejercicio. Ética, lo reitero, que siempre he considerado inseparable de la dimensión intelectual de nuestra profesión.
Estaba convencido que en todas estas cosas me acompañaba sin reservas el resto del cuerpo de profesores, casi todos ex-estudiantes que se fueron incorporando a la experiencia; teniendo uno de ellos, Farruco Sesto, también mi alumno de años atrás y colaborador desde los primeros años setenta en mi oficina de proyectos, un papel particularmente importante. Y otros dos más jóvenes, en primer lugar Carlos Pou Ruan, quien se incorporó en una segunda etapa luego de terminados sus estudios; y ya como profesor por concurso entró al Taller Firminy unos cuantos años más tarde, Orlando Martínez Santana, miembro de las generaciones más jóvenes, quien se sumó al grupo poco tiempo antes de mi jubilación, mi retiro de la actividad docente, que coincidió (o motivó) la suspensión definitiva del Taller Firminy.
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Aparte de eso, fuera de la Facultad, en el ámbito del ejercicio profesional, también se había configurado un pequeño contingente humano formado por antiguos estudiantes del cual estuve particularmente orgulloso y que en cierto modo representaba algo así como un conjunto de aliados más jóvenes, expresión viva de los esfuerzos docentes de muchos años. Y sobre todo, eso pensaba, gentes fieles a ese trasfondo ético que he descrito.
Tomó forma así una especie de hermandad, mafia para quienes nos veían con recelo, que incluía vínculos de amistad que hoy no dudo en calificar de entrañables. En ella me correspondió, tal como me lo hizo notar un amigo alemán que nos visitó en tiempos de nuestra actividad en Ciudad Bolívar, ser la figura paterna que le daba cohesión al grupo. El centro de sus intereses había crecido y madurado en torno a un modo particular de acercarnos a la arquitectura que he intentado describir más arriba, de entender su ejercicio, el esfuerzo por construir un universo de referencias específico, autónomo respecto a las modas imperantes. Y promovimos así dentro y fuera de la Facultad eventos de discusión, exposiciones, encuentros internacionales que sería muy largo enumerar aquí; hasta una revista intentamos fundar. También nos comprometimos políticamente con las oportunidades que se abrieron en Ciudad Bolívar durante el gobierno de Andrés Velásquez y en Caracas con el ejercicio como Alcalde de Aristóbulo Istúriz ese personaje patético que en ese entonces nos vendió su apego a la democracia y se ha convertido hoy en una especie de monstruo de la arrogancia revolucionaria.
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Y esto último tengo que decirlo hoy de un modo parecido y con un pesar acumulado por la imposibilidad de entender algunas conductas, cuando hablo de buena parte de aquellos que fueron cercanos, solidarios con un proyecto común, compañeros durante casi dos décadas que ante los vientos huracanados de una conmoción política que ha sumido a Venezuela en un incomprensible caos, se transformaron en la antítesis de lo que me unió a ellos, en contrafiguras de lo que representaban y sobre todo lo que eran para mí en el terreno humano, incluso en el espacio más profundo y amplio del mundo que pretenciosamente pero con cierta exactitud que me hace expresarme mejor, espiritual.
Se ha convertido para mí en un dilema moral que a veces me oprime más allá de lo que puedo resistir encontrarle explicación a la conducta de antiguos compañeros, de ex-estudiantes en los cuales deposité expectativas, si no profesionales porque recordemos que el tema del talento y los logros que proporciona lo consideré siempre secundario, sí, lo repito una vez más, éticas. Y surgen así las preguntas que no sólo yo me hago sino que me hacen quienes conocen un poco la historia que recién he narrado.
¿Cómo puede entenderse que quienes fueron partícipes de esperanzas desinteresadas de alto nivel moral se hayan convertido en soportes activos de la tragedia que hoy vive Venezuela? ¿Donde está la capacidad crítica que nos enorgullecía? ¿Cómo entender que cierren los ojos frente a los abusos de poder, al quebranto de los principios democráticos, el robo descarado del dinero público? ¿La adhesión revolucionaria fue una conversión que les cercenó la soberanía sobre sí mismos? ¿Qué pasó?
Trataré de responder estas preguntas porque el tiempo pasa, la situación que nos rodea nos ha sumido en una especie de reiterada tristeza, de frustración casi, y a la edad que tengo los días pasan demasiado rápidamente, se nos agota el tiempo, se nos hace más difícil afrontar el devenir. Y ya se verá si soy justo o no. En definitiva eso importa poco ante esta especie de catástrofe que los venezolanos vivimos diariamente.
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