Oscar Tenreiro
Porque el deporte es parte importante de la actividad social, llega un momento en el cual aparece en la vida de todo niño.
Primero nos llegó a todos la natación apenas aprendimos a nadar rudimentariamente en Ocumare con el amigo de la familia, pescador de alcurnia, Juan Bautista Plate. De modo ordenado y rutinario la empezaron a cultivar Jesús y Pedro Pablo, quienes recibieron clases formales a cargo de un profesor que oficiaba en una piscina techada de la cual conservo en la memoria algunas imágenes, construida en tiempos de Gómez hacia Las Delicias, cerca del zoológico fundado por el mismo Gómez y demolida después de nuestra mudanza a Caracas en 1953. El edificio llamaba la atención porque hacer una piscina techada parece contrario a nuestro clima y en segundo lugar por su apariencia europea, un poco triste. Tenía dos pisos, estructura metálica seguramente comprada íntegramente en Francia (o Alemania) porque en tiempos de Gómez se compraron estructuras de pequeños edificios que se ensamblaban agregándoles acabados realizados en el país. Era de planta rectangular con los vestidores alrededor, duchas comunes en los extremos y en el centro la piscina de 25 metros. Estaba ya deteriorado, pero se mantenía activa la piscina y si uno se adaptaba al ambiente un poco precario en términos de higiene y apariencia, era posible disfrutar de la piscina. Era lo que yo hacía cuando en algunas ocasiones en mi bicicleta –de ella hablaré– acompañaba de mirón a Jesús y Pedro Pablo. Observaba los ejercicios que se recomendaban y me metía de contrabando en la piscina a hacerlos, a la vez que observaba con cierto orgullo la habilidad y destreza que revelaba Jesús. Y también admiraba el elegante estilo de Pedro Pablo, el cual trataba de copiar. A partir de ese simple ver e imitar pude hacerme de los rudimentos de la natación y adquirir un estilo básico para las brazadas y el movimiento de piernas, que nos ayudó a perfeccionar después en Ocumare Enilde Matute quien fue campeona nacional, hermana de un amigo de Pedro Pablo, Enzio Matute, quien ya hemos visto en la foto de la Primera Comunión de Pedro Pablo y Jesús.
Hasta allí llegaron mis fundamentos de natación. Los mejoré viendo aquí y allá y oyendo algún consejo, hasta que ya adulto lograba dar la impresión de ser buen nadador sin serlo.
Y nos quedó la fiebre de nadar, para lo cual recurríamos a la piscina del Hotel Jardín, a donde íbamos, dirigiendo el grupo Jesús o Pedro Pablo. Que como no tenía sistema de tratamiento del agua con frecuencia la encontrábamos verde, por las algas, sin que eso impidiera que nos bañáramos y usáramos el trampolín que Pedro Pablo, al igual que Adolfo Taylhardatt, amigo nuestro que se sumaba a veces, dominaban con buen estilo mientras que Jesús hacía el salto llamado Jack Knife de manera muy correcta, yo mirón y saltador mucho más improvisado.
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Es probable que me haya interesado en el béisbol porque leía el periódico y en él había una sección deportiva –en la casa se leía El Nacional–que me llamó la atención. Aparte, claro, de que en todos los ambientes se hablaba mucho en temporada de como iba el campeonato y del resultado del último partido. Porque la preferencia por un deporte la determina también en gran medida el ambiente, de eso no hay duda. Así que ya grandecito, diría a partir de los nueve años, me fui convirtiendo en un aficionado y hasta llegué a ser lo que se llama en lenguaje periodístico un fanático, siendo mi equipo el Cervecería Caracas, después el Caracas a secas, y finalmente Los Leones del Caracas –ya hoy sin entusiasmo de mi parte– cuyos partidos seguía por radio con asiduidad y fidelidad a toda prueba, gracias a un radiecito que teníamos Edgardo y yo en el cuarto. Que por cierto se oía bastante mal –eran trasmisiones de onda corta– así que me empeñé en ponerle una antena especial asesorándome con el técnico de radio cuyo taller de reparaciones estaba en el local de Philco del lado contrario al escritorio de papá. Era un lugar que me llamaba mucho la atención y me atraía ver soldar con estaño las conexiones y usar esos instrumentos que ahora se llaman tester y que siempre –hasta hoy– me han parecido un poco misteriosos. Me encaramé pues en una escalera y busqué la manera de tender un alambre de cobre que después conecté al radiecito, todo un procedimiento que probó ser ineficaz porque la recepción continuó siendo mala. Lo cierto es que me quedaba en las noches –Edgardo se dormía antes– oyendo a Pancho Pepe Cróquer trasmitiendo los partidos y sufriendo con las derrotas como todo buen fanático.
Leyendo el periódico al día siguiente me informaba de los detalles porque leer el periódico era parte de lo que los niños hacían en esos tiempos. Llegaban a Maracay El Nacional, La Esfera y el Universal temprano desde Caracas a los puestos de los vendedores callejeros. A la casa traían El Nacional (decidirse entre leer el Universal o El Nacional tenía casi carácter ideológico) donde estaba toda la información beisbolera además de los chismes de los equipos, para lo cual recurría a La pantalla de los Jueves, la columna de Abelardo Raidi. En los fines de semana se abrían para nosotros unas horas de buena distracción, con las comiquitas en colores como la de Lorenzo Parachoques que también leía Cecilia, y otras como El Príncipe Valiente, en las que había imágenes que valían la pena. Fue gracias al periódico que convertí en ídolo personal a Chico Carrasquel, short stop de alto nivel quien empezaba a jugar en Estados Unidos.
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El resultado directo de esa afición fue el de interesarme en la práctica, la cual en este deporte es siempre un poco complicada, porque aparte de lanzarse la pelota de aquí para allá entre dos para simular que se está jugando, se necesitan unos cuantos participantes que no siempre están a la mano. Así que mi opción para cultivarme en el juego era tratar de armar lo que los venezolanos llamamos una caimanera [1]que consiste en improvisar un juego que es sólo un lejano reflejo del deporte. Porque si por ejemplo en el fútbol es posible hacer algo con cierto sentido entre dos, en béisbol se necesitan por lo menos ocho personas para un mínimo que no voy a detallar. Aparte de eso el béisbol requiere de instrumentos caros: el guante, un bate y una pelota, con el agravante de que el guante es individual y propiedad de cada jugador, el peso del bate varía con la talla y la fuerza del jugador –aunque en caimaneras se acepta que sea común– y la pelota siempre tiende a perderse en algún pajonal y se dañan rápidamente. Jugar con pelota nueva, cosa que habré hecho en mi vida si acaso un par de veces, es poco menos que prohibitivo y sin embargo requisito obligatorio en la práctica formal del béisbol. Finalmente, como todo el mundo sabe aquí, la caimanera se juega sin catcher (el jugador que le recibe la pelota al pitcher) y el pitcher se transforma en uno de los del grupo que lanza la pelota hacia el bateador como bombita, sin mucha velocidad para que el bateador la golpee y se produzca la jugada.
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Las caimaneras las organizábamos generalmente en un terreno libre cercano al circo de toros –así lo llamábamos– la Plaza de Toros construida por Villanueva en tiempos de Gómez, inaugurada en 1930. Allí me acercaba con mi guante, bate y pelota. El icónico edificio, por cierto, estaba por esos tiempos semiabandonado hasta el punto de que en el camino a la caimanera nos entreteníamos tirándole piedras a los bombillos desnudos con los cuales se iluminaba la fachada y los alrededores inmediatos del edificio, espacios de tierra sin ningún cuido que en algún momento habían sido jardines y se limpiaban sólo cuando había espectáculo. Ya yo tenía un guante más o menos bueno que me había encargado mamá a Montgomery Ward, cadena de tiendas americana que vendía por correo e incluía a Venezuela en su área de acción. Circulaban en el país sus catálogos ilustrados, así que sólo había que escoger lo que se necesitaba, se mandaba el dinero y al mes llegaban una caja cuya apertura era motivo de fiesta. En una de ellas vino mi primer guante de béisbol, de calidad un poco inferior, pero me facultaba para organizar una caimanera, lo cual iba haciendo a lo largo de la semana para jugar el sábado en la tarde. Como ya dije, bastaban cuatro o cinco amigos para un equipo, pero se necesitaba un equipo contrario, así que pactar un juego era bastante difícil y con frecuencia nos íbamos al terreno y allí reclutábamos a otros con guante y ganas de jugar. Si nadie aparecía terminábamos jugando entre nosotros sin equipo contrario, simplemente turnándonos en las distintas posiciones con sólo un par de bases. Y la afición era tan grande que la caimanera, fuesen como fuesen sus características se convertía en una oportunidad única de disfrute. Uno de esos momentos en los que se cumplen las sencillas expectativas de un niño, sobre todo si se había tenido la suerte esa tarde de participar con éxito en alguna jugada clave.
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Y en las caimaneras pasaban cosas buenas y menos buenas. Entre las menos buenas están por supuesto las lesiones, generalmente causadas por un pelotazo porque la pelota es dura. Como me pasó con la casi fractura del pulgar izquierdo porque agarré mal la línea de un bateador. Lesión de la cual recuerdo particularmente lo pintoresco del remedio adoptado: recurrir a una sobada. Porque en vista de que no podía mover el dedo, estaba muy hinchado, se había puesto morado y se suponía sin mediar ningún juicio médico que no estaba fracturado, la señora que se encargaba de la cocina en la casa (ya no era Faustina), hizo saber que ella sabía sobar y estaba a la orden. Y a la sobada me sometió mamá. Que consistía en, efectivamente, sobar el dedo con una pomada mentolada que tal vez era simplemente Vick Vaporub, poquito a poco, sin exagerar, para ir llevando el hueso afectado a su lugar en la articulación, lo cual, según la señora, quien era andina y dulce como la del poema, pero no se llamaba Rita, era lo que le había pasado a mi dedo. Así que el tratamiento empezó de inmediato, todos los días y tarde en la tarde, al principio con mucho sufrimiento, pero disminuyendo el dolor de día en día –se me inmovilizaba el dedo después con una venda– hasta que quedé bien del todo. Y puedo decir hoy observándome el dedo en cuestión y pensando que nunca he tenido dificultades con él, que la señora andina tuvo razón y un poco tarde se lo agradezco.
De las cosas buenas, aparte de que bateaba razonablemente bien y alguna vez llegué a poner la pelota en el pajonal del fondo, lo cual equivalía a un jonrón, puedo mencionar una atrapada a un elevado (en béisbol un fly), cubriendo yo el equivalente del jardín central (insisto en que las caimaneras son una imitación del juego, pero no son el juego) que todavía hoy me maravillo haberla hecho corriendo hacia uno de mis lados en persecución de la pelota que finalmente cayó en la malla del guante para mi sorpresa…y lucimiento ante los curiosos que nunca eran más de cinco personas.
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Tenía que llegar el momento en el que asistiera a un juego profesional de mi admirado club. Y eso ocurrió cuando realizamos una visita a Caracas –creo que corría 1950– y me alojé con mis primos, los hijos de mi tía Elizabeth, uno de ellos, Gustavo, de mi edad, quien me llevó a un juego nocturno en el Estadio de Cervecería que en esa época quedaba en San Agustín del Norte, al sur del casco central de Caracas. Esa noche fue memorable para mí. Era un juego Caracas-Magallanes, rivales de siempre. Allí estaban en carne y hueso los personajes de mis veladas de radio: James Pendleton y Camaleón García, Segunda y Tercera Base del Magallanes, Dick Withman, jardinero y Carrao Bracho pitcher estrella, ambos de mi equipo, y muchos otros admirados o rivales. Y me asombraba lo claro que se veía el campo de juego, los jugadores, la pelota, con la luz artificial. Toda una emoción para el pueblerino que yo era.
Seguí siendo fanático durante mi adolescencia y ya entrado en la adultez hasta mediados de los setenta, cuando todavía concurría con Nubia mi esposa a los juegos del estadio que se construyó en 1951, el Universitario. Pero lo más curioso es que nunca pude, pese a que no lo hacía mal bateando como lo demostré en las caimaneras, jugar béisbol seriamente, con lo cual se cumplió en mí lo que ocurre en toda familia numerosa: a los menores se les presta menos atención y se les deja un poco de su cuenta. El caso es que vine a participar en un juego con catcher, en un verdadero juego de béisbol, cuando ya nos habíamos mudado a Caracas y cursaba Cuarto Año en el Colegio La Salle, colegio que como era normal en todos los colegios de religiosos españoles le daba importancia al fútbol y ninguna al béisbol. Fue un sábado y el lugar un campo deportivo grande que el colegio tenía en Vista Alegre al Suroeste de Caracas. ¿El pitcher del otro equipo? Fernando Lluberes [2], zurdo, quien abandonaría la vida demasiado temprano.
[1]Así se le dice en Venezuela a un juego que se juega con los instrumentos del béisbol pero sin contar con todo el aparataje exigido por la práctica formal del deporte. Sirve para ejercitarse en el bateo y el fildeo. Se juega con cuatro o cinco personas por equipo en lugar de nueve,con sólo dos bases y home en lugar de tres – a veces una sola– y no se requiere catcher porque el pitcher lanza la pelota de bombita, sin fuerza. En fin de cuentas no es el deporte sino una imitación, pero es muy divertido y está al alcance sin gastar mucho dinero ni requerir demasiada gente.
[2]Hermano menor de Pedro Lluberes, colega arquitecto unos años mayor que yo, urbanista y filósofo, quien junto con Guido Bermúdez Briceño fundó la importante firma Bermúdez y Lluberes que desapareció a fines de la década de los setenta. Fueron autores de edificios significativos para la arquitectura venezolana