ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Creo que la amistad prospera, al igual que la hermandad, de un modo puro, intenso hasta dejar huellas en el alma, sobre todo en la infancia. Digo esto fuera de todo fundamento psicológico, porque a estas alturas no creo haber leído nada digno de mención, escrito por alguien confiable, sobre la amistad –confesión que hago con rubor– sino declaraciones que la enaltecen, muchos testimonios acerca de la importancia que le concede alguien cuando le preguntan sobre su manera de ver la vida, aparte por supuesto de las siempre presentes manifestaciones de la sensiblería un poco barata que el alcohol despierta. También lo digo, pensará cualquiera que me conoce un poco, porque acepto que se me acuse de ser incapaz –psicológicamente– de tener amigos, ante lo cual respondería que le otorgo justeza a la acusación, pero que examinándome hacia adentro la encuentro incompleta, porque si de buen grado reconozco que desde hace por lo menos tres décadas se me ha  hecho fuerte el descreimiento en la amistad, pienso que la he practicado en mi vida con mucha convicción en tiempos más jóvenes. Y más bien me he sentido bastante frustrado cuando tratando de pasar por alto desavenencias, distancias creadas por bandazos de la vida, errores de juicio públicos y privados, posiciones, creencias, impulsos o prejuicios religiosos –o políticos– y demás asuntos que puede enumerar un viejo, me he acercado a amigos que mucho estimé y a quienes  creo haberles tratado de entregar afecto y presencia, para encontrarme con que ya la amistad desapareció. Como que se hubiera definitivamente pasado otra página y ya no fuese posible estar un rato, uno al lado del otro para decir: hemos vivido una vida completa y a pesar de todas las distancias y errores –tuyos y míos– sigo siendo tu amigo. O por ejemplo: soy tu hermano, más allá de todas mis sospechas. Una vez me lo dijo, por cierto el flaco Alvarez[1]…por teléfono, pero se interpuso  mi irreductible distancia ante quien no denuncie la tragedia actual venezolana. La verdad es que no he tenido esa experiencia…y la he buscado con viejos amigos; y creo que también, sin mucha insistencia lo reconozco, con mis hermanos.

Pero vayamos otra vez a la infancia: lo que es irrefutable es que el niño no sospecha de sus amigos. El niño se entrega a sus amigos, tal como también se entrega a sus hermanos[2].  Y la sospecha no importuna, apareciendo como una sombra que a veces se apodera de nosotros –lo confieso– sino cuando podemos llamarnos adultos. Es por eso, por la ausencia de sospecha, que llamo pura y auténtica a la amistad infantil.

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Los amigos de lo que me atrevo a llamar primera infancia se confunden en el recuerdo como si fueran todos la misma persona, o mejor dicho, uno los recuerda imagen tras imagen como si estuvieran colocados en un solo espacio emocional; pero ya cuando se va entrando en la que también me atrevo a llamar pre-adolescencia, se individualizan más y se puede recordar mucho tiempo después que uno fue amigo de alguien en el sentido de amistad personal, de afinidad, o de gusto de vivir compartido.  Puedo decir que tuve algunos amigos en esos años – nueve en adelante– con quienes compartí algunas cosas que no he olvidado.

Uno de ellos fue sin duda Franco Russo.

Franco fue cercano a la altura del Quinto y Sexto Grados.  Tenía un hermano menor llamado Andrés que era más de  mi edad. Cuando estudiábamos Tercer Grado a Franco lo promovieron un año sin presentar examen porque demostraba muchas destrezas y facilidad de comprensión, así que de Tercer Grado lo pasaron a Cuarto y ya no quedamos juntos, aunque seguimos frecuentándonos en el colegio y hasta después de cambiarme al Valles de Aragua. Ya en Sexto con la bicicleta, yo me acercaba a su casa que quedaba un poco lejos de la nuestra, en la cual había cosas interesantes porque a papá Russo le gustaba la caza, razón por la cual una vez que me invitaron a almorzar probé por primera única vez en mi vida la carne de lapa,ese roedor grande que hay en los bosques venezolanos y cuya carne es una exquisitez.[3]Debido a esa afición, en uno de los cuartos de su casa, había un rifle de aire, un rifle de balas calibre 22, y me parece que guardada, menos al alcance, una escopeta calibre 12 o algo así. Yo ya había tenido contacto con un rifle de aire, en casa de mi tío Oscar en Valencia quien tenía un terreno detrás de su casa, del otro lado del río Cabriales, una pequeña finca. Y desde ese momento se desarrolló en mí un interés especial en esa arma, que podía estar al alcance de uno, no era peligrosa y permitía cosas como matar pajaritos si los había, actividad que si la refiero así del modo como lo hago escandalizará a más de uno y lo hará pensar que yo era un asesino en ciernes; pero confieso que practicaba esa afición aunque poco frecuentemente.

Lo muy curioso de estas fotos de una lapa es que las tomé aquí en mi casa hace unas dos semanas.

La lapa nos visita habitualmente.

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En todo caso, el otro aspecto interesante para mí de la amistad con Franco era su habilidad manual, que era considerable. Franco construía barcos en miniatura con palitos de helado de madera pegados entre sí usando además hilo, pedacitos de tela y palitos de fósforo para ciertos detalles, velámenes o grúas. Sacaba los modelos de Mecánica Popular o de alguna otra revista y hacía esos barquitos, fascinantes para mí y para él su orgullo, si bien Franco era un tipo bastante abierto y nada echón como decimos en Venezuela. No se la echaba de habilidoso o conocedor, simplemente hacía lo que le gustaba. El caso es que decidí imitarlo y poner a prueba mis propias habilidades, por lo cual comencé a reunir palitos de helado, que se le podían pedir regalados a los que llevaban los carritos de helado por la ciudad, o simplemente los recolectaba del consumo de mis hermanos, porque comer helado de palito era bastante común en Maracay entonces. Y disfruté mucho de ese pasatiempo durante meses, y debo reconocer que no me quedaban tan buenos como los de Franco, era simplemente un imitador no tan aventajado.

En casa de Franco Russo había un patio lateral que en su parte delantera servía para guardar un carro y después lo ocupaba en el centro un arbolito que probablemente era de semeruca, fruta pequeña que en el oriente venezolano llaman ceresita[4]. A ese arbolito acudían de vez en cuando pajaritos con los cuales el hermano de Franco y yo tratábamos de ejercitar nuestra puntería ante el disgusto de su mamá que nos advertía de cuando en cuando, sospechando de lo que hacíamos, que nos dejáramos de hacer lo que precisamente estábamos haciendo y lo negábamos, es decir cazando pajaritos. Le decíamos que estábamos disparando al blanco. Sí lo sé, es un asunto condenable del cual lamento no arrepentirme, a la vez que afirmo que sería incapaz hoy de alentar cacerías de pajaritos. Uno cambia a lo largo de la vida…

Una mata de semeruca. Pueden ser más altas.

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Otro amigo que menciono, entre otras razones porque resultó una sorpresa grata ver como sus preferencias infantiles definieron su profesión de adulto, fue Carlos José Motamayor, quien era un poquito mayor que yo y si mal no recuerdo también pasó al Valles de Aragua para su Sexto Grado y siguientes. Y digo su nombre completo porque más adelante, ya adultos treintones, Carlos José fue un destacado locutor deportivo de la televisión venezolana, habiendo demostrado en esos tiempos de niño un gusto muy especial por la locución por radio de eventos deportivos que imaginaba. Era el constante narrador, en voz alta y cuidando bien su dicción, de muchos de los juegos que organizábamos. Y su pasión eran las carreras de caballo, que se oían por radio en toda Venezuela gracias a un juego de apuestas  (el 5 y 6) que favoreció a mucha gente. Imitaba el estilo de narración de los locutores más conocidos y sabía el nombre de los caballos más famosos, de los más ganadores. Durante mis visitas a su casa construíamos, en varias visitas porque el asunto tomaba tiempo, una pista en el piso de tierra del corral poniendo barandas de alambre y señales de distancia –supuestamente de cien en cien metros– con palitos a los cuales pegábamos papeles, y finalmente poníamos a correr a unos caballitos de plástico, que movilizábamos utilizando dados. Mientras la carrera se desarrollaba Carlos José trasmitía de un modo tan realista que no era difícil imaginarse que manejábamos un verdadero hipódromo.

Luego de nuestra mudanza a Caracas no lo vi más y fue una sorpresa grande verlo un buen día figurar como narrador deportivo, actividad que desarrolló hasta hacerse bastante conocido particularmente como narrador de fútbol. Falleció Carlos José en Mayo del 2019.

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Ken (Kenneth) MacCartney debe haber sido compañero mío en el Quinto Grado del San Pedro Alejandrino porque no tengo imagen de él estudiando en el Valles de Aragua, donde ya dije que nos cambiaron a los tres hermanos menores y allí permanecimos hasta que Carlota y yo terminamos el Segundo Año y Edgardo el Sexto Grado. Era hijo de escoceses como su sonoro nombre lo indica y su padre trabajaba en la Industria Textil Sudamtex, muy moderna, ubicada en las afueras de la ciudad. Nos hicimos bastante amigos. Tenía un hermano mayor cuyo nombre se me escapa, amigo de Jesús, quien en un momento dado desapareció por haber sido enviado a estudiar a los Estados Unidos.

Ken aprendió el español muy rápidamente, andaba en bicicleta y dábamos vueltas por Calicanto, donde vivía con su familia en una casa en la cual pude apreciar por primera vez los modos de vida americanos porque mi impresión era que ellos se habían hecho ciudadanos de los Estados Unidos. Era una casa aislada como todas las casas de Calicanto, forma urbana que quiérase o no era una señal de modernidad que dejaba atrás como si se tratase de un pasado a ser superado, el tipo de casa republicana del damero como la nuestra. Y en esa casa había detalles definitivamente americanos. Uno de ellos que me parecía curioso era que en la puerta con tela metálica mosquitera que daba a la parte de atrás, había abajo una puertita pivotante para el perrito de la casa, uno de esos perros como los del whiski Black and White, de color negro,[5]que entraba y salía cómodamente por la curiosa puertita. El otro era su bicicleta que también era del tipo americano y frenaba dándole a los pedales al revés, pesadísimas y con carrocería decorativa–parafangos anchote, cubre-cadena adornado– bicicletas que también tenían los hijos de las familias gringas que vivían en Caracas en la urbanización Las Mercedes.

Ken y su familia eran por supuesto de religión anglicana y yo cada tanto le decía a Ken que por qué no se convertía al catolicismo, indiscreción que le producía una sonrisa y es una muestra temprana de mi tendencia a ser indiscreto. O impertinente según un amigo fallecido.

Una vez me invitaron a la playa, creo que fue a Turiamo, e hicieron parrilla de salchichas, algo que para mí era el colmo de la modernidad porque creo que a esas alturas de mi vida yo había asistido una vez a una ternera  (para los no venezolanos: festejo rural para comer carne asada en varas) en el terreno-finca que tenía mi tío Oscar en Valencia, pero nunca había visto esas parrilleras desarmables o plegables tipo americano. Ese día a la hora de almorzar se me cayó la salchicha a la arena por una torpeza mía y papá Mac Cartney llegó hasta decirme estúpido, de buen modo pero estúpido al fin, lo cual me hizo estar callado media hora con cara de pocos amigos hasta que Ken me pidió excusas en nombre de su padre. Después que nos mudamos a Caracas nunca más supe de él.

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Jesús Meneses Perez fue también un gran amigo, tal vez con el que alterné más asiduamente. Era un año mayor que su tocayo mi hermano, y había padecido poliomielitis de niño quedando con el rostro parcialmente afectado además de que debía caminar con una prótesis que le sujetaba la pierna izquierda. Con los estándares actuales hubiera sido considerado impedido, pero entonces simplemente hacía vida como la de todo el mundo y congeniamos mucho por afinidades de carácter y porque le gustaba inventar juegos en la espaciosa casa, con un terreno grande lleno de árboles, donde vivía, detrás del circo de toros. Creo que eran varios hermanos pero recuerdo sólo a una hermana, Mercedes, que vi muy poco, al igual que a sus padres, siempre lejanos porque la casa era grande y ellos poco se ocupaban de las andanzas de su hijo. Sé que su padre se llamaba Olegario. Volví a ver a Jesús muchos años después, a mediados de los setenta, y estaba dedicado a vender seguros.

Lo más particular de él es que era también melómano, apasionado de la música. Tenía en su casa, para su uso exclusivo, un tocadiscos Philco como el nuestro, aparatos de 78, 33 1/3 y 45 rpm al cual podían ponérsele varios discos que iban cayendo en secuencia. Y como ya Jesús mi hermano, en ese momento (mis diez años, Jesús trece-catorce) era un experimentado amante de la música, conversaban entre ellos hasta que Jesús se dio cuenta que en materia de óperas mi amigo tenía una especie de obsesión por Don Giovanni de Mozart y de allí no salía. A cada sugerencia de escuchar otra ópera mi amigo regresaba a Don Giovanni en cualquier descuido, con el consiguiente disgusto de Jesús. Por mi parte, como mi relación de amistad se daba en otras áreas, nunca me ocupé de situar sus gustos musicales, que si bien como es de suponer iban más allá de Don Giovanni, yo era incapaz de ofrecerle conversación al respecto así que me limitaba, en las visitas a su casa, a oír junto con él alguna pieza sin que hoy pueda hacer alguna precisión.

Parecido a este era el tocadiscos Philco que había en nuestra casa y en la de Jesús Meneses. La calidad del sonido no era mala para esos tiempos. Tenían buen volumen. Jesús lo disfrutó enormemente.

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No he sabido nada nuevo desde hace tantos años sobre Franco, Ken o Jesús. De Carlos José sí porque era una figura pública. Desconozco pues si viven, y ochentoso como soy, dado que eran mayores que yo, pienso que podrían haberse ausentado. En todo caso me gusta hacerlos vivir un rato en estas líneas. Y los recuerdo con especial cariño.

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[1]Domingo Alvarez Jiménez falleció el 28 de Diciembre de 2018. https://www.eluniversal.com/entretenimiento/29370/fallecio-domingo-alvarez-disenador-del-museo-de-los-ninos

[2]Cuando murió mi hermano Jesús, escribí algo sobre el amor de hermanos de lo cual hablaré en la próxima entrada.

[3]Mientras escribo estas líneas ha aparecido en el terreno de nuestra casa un ejemplar de lapa que llega hasta nosotros desde las zonas verdes aledañas. Hace poco –escribo a fines de Mayo de 2020– vi una que atravesó frente a nuestra terraza tranquilamente. Decidimos ponerle diariamente en un cuenco de arcilla restos de lechosa y mango que le gustan. También aparecen regularmente picures y rabipelados. Tal vez se dejaron ver inicialmente porque buscaban agua debido a la gran sequía que sufrimos hasta hace poco este año 2020.

[4]La ceresita mereció una pieza musical de Luis Mariano Rivera (1906-2002) que se cantó mucho en el país en los años setenta del siglo veinte y la dejó grabada Gualberto Ibarreto (1947).https://www.youtube.com/watch?v=a89eTlQgrp8

[5]Según Internet, se trataba de un Terrier escocés.