ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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(en la foto destacada, Jesús y Ana con Esteban, Valeria, Victoria y Lorenzo

Oscar Tenreiro

El texto que publico de nuevo hoy es de mis tiempos de columnista del Diario de Caracas. Originalmente apareció el 27 de enero de 1990, y lo he seleccionado para insertarlo en este Blog porque su tema –la sintonía entre arquitecto y cliente– es intemporal. Se refiere a la realización de un edificio que puede ser calificado como la obra maestra de Jesús Tenreiro-Degwitz, el cual se hizo posible gracias a la lucidez de una institución, la comunidad sacerdotal benedictina, dirigida en este aspecto particular por la inteligencia y el tacto del padre Otto Lohner, nacido en Alemania, abad durante el tiempo de la construcción, quien supo entender la importancia de entregarle autoridad a un arquitecto y dejarlo trabajar con excepcional libertad. Y pienso que hoy, como hace treinta años, esa actitud merece ser recordada y enaltecida como gesto cultural de mucha importancia, el cual por otro lado subraya la necesidad –acaso utópica en este medio nuestro– de que la Iglesia Católica Venezolana la convierta en norma, la haga común cuando se desee construir un templo.

Lo precedo de un comentario muy personal –va en cursivas­– sobre las circunstancias de la historia entre Jesús y los benedictinos.

Fachada lateral de la iglesia y al fondo el acceso de visitantes al Monasterio.

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En Caracas a 5 de Octubre de 2021.

A Jesús le era difícil encontrar sosiego. A comienzos de la década de los ochenta cuando no había llegado a los cincuenta años, le costaba librarse de una sensación de intranquilidad. Era, lo digo con más seguridad ahora al reflexionar sobre la relación que tuvimos, estrecha y problemática, una tensión hija de su muy desarrollada conciencia de «venir de regreso cuando los demás íbamos» como me dijo una vez con motivo de no sé cual diferencia. Su nivel de conciencia de las cosas era muy superior al mío o al de cualquiera de sus contemporáneos, rasgo de su ser cuya realidad hoy no pongo en duda, a la vez que reconozco lo difícil que es sobrellevarlo. Porque «regresar» demasiado rápido puede llevar a pisar en falso. Acertar puede hacerse difícil para quien va y vuelve con gran facilidad. Falta reposo para tomar decisiones. Y precisamente porque su mayor altura de miras les permite apreciarlo, estos seres superiores toman conciencia de que caminan en el filo de la navaja: de allí una intranquilidad que los enreda en su personal tejido de preocupaciones, certidumbres e incertidumbres. 

En Jesús la intranquilidad se extendía a muchas de sus más importantes vivencias personales, una de ellas la Fe religiosa, que seguía el ritmo de su desasosiego. Lo cual no obsta para que yo piense hoy que, sobre todo en los últimos tiempos de su vida, su Fe era mucho más firme que la mía y que la de muchos que no conocen la intranquilidad. Estoy seguro ahora que Jesús echaba raíces muy profundas en el relato cristiano.

Esa llama pequeña pero intensa en su alma lo hacía acercarse a San José del Avila, la sede caraqueña de los benedictinos en ese tiempo, a buscar la calma que se le hacía esquiva, pasear un poco, observar participando desde lejos –pudor muy de su persona– en los actos litúrgicos del día, para finalmente comprar hortalizas frescas cultivadas en los amplios terrenos de la Abadía, algunas de las cuales ocasionalmente terminaban como obsequio en nuestra casa. Un ritual que se repetía hasta acercarlo a los monjes con quienes conversaba, con la soltura seductora que le era propia, sobre las cosas que ocupaban su espíritu. Y así fue Jesús convirtiéndose en alguien «de la casa». Conoció la comunidad, sus problemas, sus dificultades, sus planes, era uno de sus amigos.

No creo yo que haya un modo más auténtico y hermoso que este ritual humano que inició la amistad de Jesús Tenreiro-Degwitz con Otto Lohner y su congregación benedictina, para tener derecho a abrirle espacio en el mundo físico a una ofrenda arquitectónica, hoy conmovedora y perdurable realidad al borde de nuestro Lago de Valencia.

 UN MONASTERIO QUE MIRA LA HISTORIA (Diario de Caracas-27 de Enero de 1990)

Aquí el subtitulado original:Una de las obras venezolanas más significativas desde el punto de vista arquitectónico de nuestro país está a punto de concluir luego de tres años de intenso trabajo. Moldeando el ladrillo y el concreto, Jesús Tenreiro le dio forma física a una idea arquetipal: la comunidad. Es una obra actual que resume una larga historia

Foto de Enero de 2008

Hace algunos años, los benedictinos de Venezuela debieron considerar la necesidad de dejar a San José del Ávila y buscar mejores lugares para ubicar la abadía de su fundación venezolana. La ciudad había crecido alrededor de los sembradíos que los monjes mantenían, despojándolos del aire bucólico que los caracterizó por décadas atrayendo a quienes buscaban un silencio contagioso o a quienes, más terrenales, se aprovisionaban de hortalizas frescas y baratas. Se inició entonces, a fines de los setenta, un largo proceso que comienza a culminar en la zona de Güigüe a orillas del lago de Valencia, donde, mediante el trabajo, el cuidado, la tensión y la típica lucha que demanda toda obra de excepción, el arquitecto Jesús Tenreiro, en diálogo permanente con los monjes, dio forma con ladrillo y concreto a la nueva sede venezolana de esta milenaria orden religiosa.

Este edificio, uno de los hitos en la producción arquitectónica reciente de aquí, nos depara esas sorpresas reconfortantes en las que es rico nuestro país, a pesar de tanta decepción y tanto pesimismo retórico. Los benedictinos vencieron la inercia que ha caracterizado a sectores de la Iglesia Católica que acaso no han interpretado del todo bien los mensajes conciliares porque, en vez de preservar la riquísima tradición que identificó siempre la construcción de una nueva iglesia, de un convento, con un gesto civilizador destinado a dejar huella perenne, se han dedicado a una especie de populismo eclesiástico que emula la mediocridad de nuestras burocracias oficiales y han ranchificado  el templo en contradicción con tradiciones profundamente arraigadas en todas las sociedades. Y, gracias a esa actitud valiente, permitieron que quedara allí en las orillas del prodigioso lago, tomando posesión de un paisaje y con vocación de permanencia a través de muchas generaciones, este gesto civilizador y cultural, monasterio que también funcionará como casa de retiro y reflexión, producto, no sólo de una necesidad, sino de la capacidad creativa de quienes viven en estas geografías tan menospreciadas. Y se convierte así la arquitectura en testimonio, en señal y en llamada, tal como la arquitectura de la historia, la que a veces se quiere preservar con la palabra mientras que con la obra se ignoran las responsabilidades que envuelve el construir hoy.

Los benedictinos han dado aquí, pues, un ejemplo. No han buscado que una institución oficial les regale un proyecto destinado a hacerse apresuradamente por las presiones que usualmente agobian a estas oficinas, y han asumido con toda conciencia la tarea de dar forma a su propia casa. Buscaron al arquitecto que consideraron apropiado, dialogaron con él y, una vez obtenido un proyecto que consideraron satisfactorio, le dieron la supervisión de la obra con autoridad para dirigir, corregir, proponer opciones. De la autenticidad de este proyecto da testimonio esta arquitectura.

El monasterio está a veinte minutos desde Valencia, en dirección a Guigüe. Las visitas de grupos son factibles previa cita con el padre Otto Lohner en el teléfono (045) 711958 .

El ala de habitaciones de visitantes