Muy poco conocí a Paco Arocha y apenas lo vi, aquí o allá, a distancia de conversación. Tan pocas que se me antojó que siempre usaba elásticas porque la imagen de él que me viene a la memoria lo muestra con ese atuendo, más bien raro entre nosotros. Con elásticas y algún sobrepeso, bonachón, simpático sin exagerar, respetuoso y algo distante conmigo cuando nos vimos un par de veces en «la Vargas» donde ejercía su autoridad, sobre todo moral pero también de la otra, en los buenos tiempos de esa Escuela de Arquitectura. Mi idea de su desempeño como arquitecto la ocupaba su fama de ser el cerebro de la alta calidad gráfica de las imágenes de arquitectura que se producían en la oficina de Arquitectura SPA (Joel Sanz, Juan Carlos Parilli y él mismo, Francisco Arocha). Con esas brisas me llegó su nombre en los años optimistas de fines de los setenta a fines de los ochenta, cuando Juan Carlos Parilli se hizo famoso en los medios de «la Central» a raíz de un concurso de oposición donde tuvo un desempeño que según los testigos fue brillante. Y se recortaba en el escenario asociado a las virtudes profesionales de Parilli y por supuesto las de Joel Sanz, la figura quieta y reflexiva de Paco, a quien uno imaginaba ejerciendo control y rigor sobre sus talentosos asociados.
Pasó el tiempo y le perdí la pista a Paco. Reapareció para mí en un correo electrónico que me envió hace unos años desde Canarias haciendo un comentario sobre algo que yo había escrito en TalCual y este Blog. Olvidé de qué se trataba, pero lo que sí recuerdo es que sus líneas me pusieron otra vez frente a esa perversa realidad de estar obligado a separarse de lo que nos hizo personas a causa de una aventura política criminal y destructiva. Sí, se había ido lejos de su Venezuela Paco, pero no tan lejos como se fue ahora, de lo cual me enteré por Víctor Sánchez Taffur quien conmovido me dio la noticia de su partida definitiva hace unos días. Noticia que me llevó a otra realidad hacia la cual dedico siempre algún pensamiento en las sesiones del Seminario 6X que llevamos adelante y espera ya su última sesión: se va yendo el mundo que conocimos, desaparecen referencias visuales y emocionales, presencias, coordenadas de la memoria.
Lo que escribió Víctor y a continuación publico aquí contribuye a que Paco no se nos vaya tan rápido. Habla de un Paco que debí haber conocido si entre nosotros hubiera un punto más de reflexión más allá de las afinidades del simple compañerismo, la tonta regla venezolana. Lo lleva a él a decirnos adiós. Y a nosotros nos llama la atención.
PACO Y SU PLAN
Víctor Sánchez Taffur
A Francisco “Paco” Arocha muy pocos hoy le conocen, quizá los que fuimos sus alumnos y le tenemos un profundo respeto, algún grupo de colegas docentes y amigos que le profesan una alta estima, o aquellos que admiraron lo que hacía esa espléndida oficina de arquitectura, fundada en Caracas a mediados de los años ´70, que llevaba por nombre SPA (por Joel Sanz / Juan Carlos Parilli y Francisco Arocha). También, saben de él aquellos que han sido mis alumnos porque en nuestras clases -de alguna manera- siempre ha sido una referencia obligada.
Paco fue un venezolano por adopción nacido el 10 de octubre de 1945 en Santa Cruz de Tenerife, España. Vino a Venezuela a temprana edad con su familia y empezó aquí su travesía desde el jardín de infancia, luego cursó toda la primaria y parte de la escuela secundaria. Más tarde, en el tercer año de bachillerato regresó a las Islas Canarias. Allí concluyó la secundaria e inició seguidamente el pre universitario en la Universidad de La Laguna. Nunca fue una persona de prisas quizá es por esto que varios años después, en el año 1967, es cuando ingresa al primer año de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid en la que estudiaría tan solo un año. Siendo consecuente con su paciencia, su pasión y su constancia, Paco regresa a Venezuela y en el año de 1972 empieza desde el primer semestre la carrera en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad Central de Venezuela. Para ese momento ya contaba con 27 años, motivo por el cual sus compañeros lo veían como un “señor mayor”, pero sobre todo un personaje experimentado en diferentes áreas. En su obsesión por el estudio y su pasión por la arquitectura, había aprendido a expresar sus habilidades de manera sorprendente, no sólo hacía dibujos técnicos de todo tipo sino que producía también unas acuarelas y aguadas de muy alto nivel, además de poseer ya para el momento una cultura envidiable gracias a su dedicación a la lectura y sus conocimientos en diferentes campos.
Empecé a escuchar de él cuando entré a estudiar la carrera en el año 1989 la Facultad de Arquitectura y Artes Plásticas en la Universidad José María Vargas. Unos años atrás, Paco se había iniciado como docente a la edad de 37 años. Fue profesor de Dibujo Técnico, Geometría Descriptivay Taller de Diseño Arquitectónico. A la par fue Jefe de los Departamentos de Diseñoy de Lenguajey Comunicación. En su última etapa y luego de una segunda oferta llegaría a ser el decano de la facultad. No fue sino hasta el año 1991, fecha en la que me dio clases en el cuarto semestre del Taller de Diseño, cuando realmente tuve un trato directo con él. Fue un profesor atípico, a estas alturas y con todo lo visto en mis 25 años de docencia podría afirmar que fue de esos profesores excepcionales con los que se cruza uno alguna vez en la vida. Era una persona distante en lo personal con sus alumnos, prácticamente solo se conectaba a través de las conversaciones referidas a las clases. En el fondo era introvertido e inseguro pero su carisma, su obsesión y su dominio sobre todo lo que enseñaba, nos hacía pensar justo lo contrario. Era un profesor rigurosamente puntual, exigente, perfeccionista, agudo y acertado en sus comentarios y con un humor negro envidiable. A la vez, era carismático por su temple bonachón, noble y sobreprotector. Lo caracterizaba por encima de cualquier otra cosa su reiterada preocupación porque se entendiera lo que nos quería trasmitir. Paco pensaba los ejercicios que asignaba, los diseñaba de forma minuciosa previendo las respuestas de los alumnos, contemplaba escenarios y se adelantaba a preparar posibles salidas a las dudas de cada experiencia docente. Detrás existía una vasta bibliografía, unas inquietudes, unos temas y unos autores específicos, cosas que a veces ni llegábamos a conocer los estudiantes. Ante aquella parquedad, y esa barrera que imponía sutilmente en la relación alumno-profesor, Paco se hacía muy rápido con los nombres de sus alumnos para entrar en sus territorios. Curiosamente los llamaba por teléfono un día antes de la entrega final de cada semestre para ver “cómo iba todo”. En medio de semejante sorpresa y presión colectiva, al finalizar nos decía a cada uno, sin excepción: “estoy seguro que todo mañana saldrá muy bien”. Como maestro nunca le interesó crear sectas, grupos o hacer escuela con sus ideas ni sus pensamientos, todo lo contrario, nos impulsaba a volar solos y a separarnos de él, a soltarnos de su mano pronto, para luego recibirnos y orientarnos si fuese necesario. Mi relación con él, como su alumno, desde el inicio fue muy especial. Pese a las buenas notas que me colocaba, nunca me alabó ni aplaudió de más ningún trabajo, cosa que hoy agradezco pero reconozco que en el momento me frustraba profundamente. Sin embargo, sí sentía que me exigía sobre los límites del curso, que esperaba siempre algo de mi trabajo, que ante mi desmedida dedicación me utilizaba como conejillo de indias en sus experimentos. Terminó siendo mi profesor en dos ocasiones, en el cuarto y en el octavo semestre y, como era de esperarse fue el tutor de mi proyecto de fin de carrera. Cada vez aprendí cosas distintas, en todas las ocasiones dedicó gran parte de su tiempo y su mayor atención a mis dudas, cuestionamientos y consultas. Mientras esto sucedía me llevó a trabajar en SPA para un concurso y allí me quedé un tiempo más, cosa que para cualquier estudiante en aquel momento era algo poco más que un gran premio y tal vez el verdadero reconocimiento.
Recuerdo que saliendo de la entrega final de aquel primer curso, casi a mitad de la carrera, mi padre me fue a buscar a la universidad y Paco lo abordó en las afueras. Allí le manifestó que yo debía prepararme para ser docente, que hablara conmigo y me convenciera. Mi padre me transmitió sorprendido aquel mensaje, al que por supuesto reaccioné con la negativa inmediata de un joven que no lograba y no sabía mirar más allá. Fui a su oficina a conversarlo con él y me dijo que en su opinión yo tenía “madera” para ser profesor, que lo había visto en el taller pero que, si me decidía, eso requería preparación y compromiso desde ya. En el año 1992 hice mis primeras preparadurías, en 1994 ya había hecho tres Pasantías en Docencia y en 1995 me hice profesor del Taller de Proyectos en mi alma mater. Con esta preparación previa, y de la mano de José Luis “Chuchi” Sánchez y Paco Arocha, me inicié formalmente en la docencia. Desde que decidí hacerme profesor quise ser como él, fue mi modelo a seguir y mi salvavidas siempre que mi corta experiencia no me ofrecía de dónde soportarme. Aún reconozco y reproduzco muchas de sus maneras de enseñar porque las considero excepcionales. Valoro su énfasis en que los estudiantes aprendieran a escribir gracias a unas caligrafías que él había diseñado, sus profundas conversaciones de arquitectura sobre los maestros y en especial sobre Le Corbusier (gracias a un estudio minucioso y obsesivo que hacía constantemente sobre su obra) así como su altísima exigencia y sus conocimientos sobre el dibujo y las maquetas de arquitectura, su capacidad de organización y de planificación, todo esto convertía a Paco en un maestro de muy alto calibre. Son inolvidables para mí aquellas primeras reuniones de profesores en las que me tocaba participar y debía quedarme en silencio porque no sabía qué decir; no había enseñado nunca, no tenía nada interesante que mostrar a mis veteranos colegas. Al salir, y con la efervescencia y la impaciencia de un veinteañero, iba como de costumbre a su oficina en la universidad y le confesaba mi desazón y mis inseguridades, mis dudas. Sus palabras eran siempre las mismas: “calma, calma que esto pasará y seguro lo harás muy bien, aún tienes mucho que aprender”.
A pesar de su cercanía hacia mí, Paco fue un dique de contención con el que me encontraba en todo lo que hacía como estudiante, como docente, y luego como profesional. Ante mi pasión, mi inquietud, cierta irreverencia y mis ganas de hacer me pedía parar, investigar, cuestionar, contrastar, en fin, no actuar visceral o emocionalmente sino siempre reflexionar. Siendo él Decano (1996-2003), José Guerra el Coordinador de Diseño y José Humberto Gómez coordinador de Teoría, y yo Coordinador del Centro de Investigación y Extensión, me nombró Director de nuestra Escuela de Arquitectura en el año 2001. Formamos un equipo exitoso y a mis 32 años obtuve un crecimiento personal significativo. Ganamos premios y reconocimientos internacionales, viajamos por más de ocho países en solo dos años, organizamos diferentes eventos, asistimos a congresos, propusimos espacios nuevos para la facultad, hicimos concursos y también exposiciones, fomentamos el intercambio con profesores de otras instituciones, trabajamos en publicaciones y quizá lo más importante: conformamos una excelente plantilla de docentes y una comunidad académica con mística y comprometida con aquel proyecto, que en el fondo era el de Paco, él era su guía silente desde hacía varios años y el cerebro detrás de bastidores. De allí, saldríamos estrepitosamente todo el equipo en el año 2003 y con nosotros renunciarían 28 profesores inconformes. Federico Vegas llegó a dedicar un artículo completo a este episodio en el cuerpo cultural del diario El Nacional, bajo el nombre de “Un nuevo varguicidio”, y lo comparó con lo que había sido hasta el momento el maltrato hacia todo lo que llevaba en nuestro país el nombre de José María Vargas. Este fue el cierre abrupto de la carrera docente del maestro Paco Arocha a sus 58 años, en su mejor momento, con su lucidez a tope y con la sorpresa de que aquella escuela que siempre negó estaba tomando un giro interesante. Este suceso lo sumergió en una tristeza profunda de la cual pienso que nunca logró salir, la Escuela de Arquitectura de la Vargas era prácticamente su obra de vida. Allí fueron 19 años, esa era su casa y su excusa diaria para compartir todo lo que investigaba y aprendía en su majestuosa biblioteca casera. Entre aspiraciones no concretadas, deseos personales no cumplidos, inseguridades, fracasos profesionales, y algunas ingratitudes académicas, Paco afirmaba al final de sus días como profesor que la arquitectura y la docencia eran profesiones bonitas pero muy complicadas.
En 2004 regresó a vivir un retiro obligado en Tenerife, forzado por diversas circunstancias: el futuro-país, la ausencia de empleo, la inestabilidad económica, pero sobre todo un gran temor por cambiar a un ámbito académico distinto. También Paco partió de Venezuela por complacer a Conchi, su eterna compañera de vida hasta los últimos días. Luego de estar fuera, manteníamos contacto frecuente y entre palabras muy discretas me decía: “trata de salir de allí”, refiriéndose a que viera mundo, a que experimentara otras cosas distintas lejos de un país que empezaba a complicarse más de la cuenta. En el año 2006, decido renunciar a todo en Venezuela, cerrar la oficina, y emprender la aventura de estudiar, trabajar y dar clases en Madrid. En esos años de mi autoexilio mantuvimos contacto muy cercano en el mismo país, hablábamos con frecuencia y me seguía increpando por mi ignorancia ante sus hallazgos arquitectónicos, artísticos, musicales, tecnológicos o gastronómicos. Luego de vivir unos años en España, y ante la severa crisis de ese país, regresé a Venezuela y empecé de nuevo con una mirada totalmente distinta mi carrera profesional y docente. En el campo profesional también debo decir que Paco fue un crítico constante y desapasionado con mi trabajo. A su manera, siempre tangencial, me hacía ver que ciertas veces las cosas no estaban necesariamente mal pero sí podían ser infinitamente mejores. Mientras tanto yo escuchaba y apuntaba, y algunas veces rebatía y cuestionaba, como hacen los discípulos con sus queridos y admirados maestros. Puedo manifestar hoy que tuve el privilegio de vivir su evolución como docente y como persona, desde la etapa de aquel joven profesor implacable, obsesivo y soñador hasta la de un hombre maduro y asentado, certero, flexible y más comprensivo con la vida y sus circunstancias.
Para finalizar debo decir que Paco ya no está, este sábado 2 de octubre de 2021 se ha ido más lejos, en silencio y con un muy bajo perfil como siempre le gustó estar. Me gustaría confesar que en infinidad de ocasiones quise un retrato suyo y nunca me lo envió, le pedí varias veces una hoja de vida y tampoco me llegó, siempre le solicité que escribiera sobre su docencia o entrevistarlo para saber sobre su labor profesional y nunca accedió, me evadía y cínicamente como respuesta me mandaba a leer un libro o a escuchar alguna pieza musical magistral. Aunque él nunca lo quiso, sí hizo escuela y muchos de sus alumnos fuimos tercos e incluso lo copiamos, lo seguimos en su pasión por la arquitectura y en su afán por enseñar a otros, en sus obsesiones por la cultura y el orden, en sus afirmaciones de que el gusto hay que educarlo, en perseguir la precisión de unos “números redondos” que nos llenen el espíritu, pero también en comprender que la vida hace jugadas imprevistas y a veces hay que cambiar la estrategia. En estos días de recuerdos y reflexiones ha salido a relucir entre aquellos “espejos rotos” que conforman la memoria, como decía el maestro Borges, una frase que me dijo mientras guiaba mi trabajo de grado en el año 1994 y que ha quedado grabada en mí como filosofía de vida. Tal vez esto sea hoy una necesaria excusa y una salida digna para mitigar y replantearme, de alguna manera, esta ausencia lacerante y repentina: “Víctor, siempre es importante tener un plan, así sea para cambiarlo”.
Caracas, 17 de octubre de 2021.