Oscar Tenreiro
En los años que siguieron desde el artículo crítico aparecido en El Nacional, que fueron unos cuantos –hasta su muerte– me unió un vínculo singular con William Niño. Y lo llamo así porque pasó por momentos de desconfianza o de distancia junto a otros de coincidencia o respeto, oscilaciones que precisamente permiten hablar de amistad.
Uno de ellos, para mí sorpresivo y grato, fue en torno a 1982, cuando me encontraba en plena actividad con el proyecto de la nueva sede de nuestra Galería de Arte Nacional, y William, habiendo conocido lo que mi oficina de arquitectura iba produciendo, de propia iniciativa quiso dedicarle un tiempo de estudio al proyecto para producir un pequeño ensayo que fue publicado a página completa en el diario El Nacional. Se mezclaba en su iniciativa, por una parte la amistad que le había permitido conocer lo que proponíamos y por la otra su modo de ver la arquitectura. O tal vez podría decir sus preferencias, siempre, por cierto, difíciles de descifrar porque poco hablaba de razones y se limitaba más bien a hablar favorable o menos favorablemente –nunca desfavorable-razonado sino ironizado– siguiendo su modo de situarse frente a las cosas, como quien disfrutaba moviéndose de aquí para allá con desenfado, sin solemnidad o intelectualismos de los que tanto abusan los críticos…y nosotros los arquitectos siguiendo nuestra pretensión de ver más que los demás.
Y esa ausencia de razones venía a ser, lo veo ahora, un problema muy fuerte para William si no fuese más bien el más presente en la formación de puntos de vista de nuestro ser venezolano. Porque así como redactó el ensayo ya mencionado, complementado después con otro que fue publicado cuando ya el proyecto comenzaba a agonizar a manos de la discontinuidad de lo público nuestro, mantuvo un inexplicable (para mí) silencio cuando esa agonía terminó por convertirse en muerte.
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Y es que el proyecto GAN-Nueva Sede, siendo uno de mis proyectos que considero más logrado y que en mi sesgada opinión habría sido un aporte de interés al escenario arquitectónico de mi país (¡qué arquitecto no opina lo mismo de sus proyectos! podría decirse) no fue defendido públicamente por nadie, ni siquiera por los más cercanos colegas a quienes no les parecía mal o simplemente lo conocían. Y entre los silenciosos, para mi sorpresa e incomodidad, estuvo William Niño.
Ese silencio tiene mucho que ver con el peso excesivo que para la comunidad arquitectónica tiene en Venezuela la inversión pública como origen de los encargos de mayor interés, los que tienen algún impacto en la ciudad y pueden realizarse con libertad sin imposiciones arbitrarias, casi como si fuese un campo virgen en el cual el arquitecto actúa siguiendo sus propias pautas. Lo cual se hace posible a consecuencia de la debilidad de las instituciones, que permite al arquitecto de lo público ser en la práctica su propio cliente. Eso por una parte, y por la otra que el campo privado lo copan los arquitectos allegados y amigos. El escaso escrúpulo del promotor privado en cuanto a que la arquitectura que construye sea de calidad y vaya más allá de la simple respuesta a sus intenciones de lucro, hace, en un país de mínima tradición arquitectónica, que busque preferiblemente arquitectos-a-sus-órdenes entre gente cercana, familiares o habituales sociales. Un panorama en el cual hay por supuesto excepciones pero que es sin duda la razón por la cual el campo privado alimenta por decirlo así, sólo a un par de decenas de estudios de arquitectura dejando mucha gente valiosa dependiendo del encargo público. Y como el encargo público ha sido tradicionalmente concedido a dedo sin el requisito de los concursos, escasísimos en general, entendemos mejor el porqué se convierte la nueva forma de actuar que acompaña a los cambios políticos, en norma de actuación y por supuesto en estímulo al silencio discreto.
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Es obvio pues, que en el caso que describo, William Niño no hizo algo distinto que adaptarse a las nuevas formas de actuación que prescribían en la esfera pública lo que en el período democrático que comenzó en 1958 y duró hasta 1998 con la irrupción del chavismo –cuarenta años de alternabilidad en el Poder entre los dos principales partidos– se convirtió en norma: distanciarse de las herencias del período político anterior. Herencias que en esta instancia particular el partido triunfante se empeñó en enlodar como si se tratase de inexcusables errores, insistiendo con ello en un modo de actuación que sin duda fue parte de los fundamentos ideológicos de la gran tragedia que hoy sufre Venezuela.
Y tal como lo hizo él, lo hicieron unos cuantos colegas influyentes, lo cual llevó a realizar otro proyecto en otra ubicación –perdiéndose el proyecto urbano asociado al nuestro– ante nuestro total estupor, aún sorprendidos por lo que hoy veo como una especie de mal permanente arraigado en el modo de actuar político de la sociedad venezolana.
Es ese uno de nuestros más nocivos rasgos y de él participamos todos de un modo u otro, así como participó William, quien prefirió silenciar sus puntos de vista ante el riesgo de ser colocado fuera del juego (siempre vuelvo al sugestivo título del libro de Heberto Padilla) en un momento en el cual, falsamente, engañosamente, típico modo populista que nos ha hecho especial daño, el partido ganador de las elecciones iniciaba un período luminoso para un país que era imprescindible liberar de las torpes decisiones del partido contrario. Período que además estuvo muy lejos de ser luminoso y durante el cual, en lo que se refiere a nuestra actividad como arquitectos se dieron toda clase de oportunismos y falsas expectativas, errores de juicio deliberados de las cuales ya me he ocupado en este espacio (ver las trece entradas tituladas Una pequeña historia necesaria, que comienzan el 21 de Diciembre de 2013) que también naufragaron parcialmente en el maremagnum de nuestra política.
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De todos modos fue posible llevar adelante en colaboración con William, la publicación de un libro sobre el proyecto, el cual para mí, tal como lo escribí en la presentación, fue un sustituto de la construcción. Hicimos muchos dibujos explicativos y organizamos con gran cuidado la diagramación, para lo cual fue fundamental la participación de Farruco Sesto, socio, y Carlos Pou ex-discípulo y colaborador –ambos hoy camaradas revolucionarios afectos a nuestra última dictadura– con texto central consistente en una entrevista que nos hizo William a Sesto y a mí. La acompañaban un texto crítico de William, otro de su amigo colombiano Alberto Saldarriaga a quien invitó a escribir, acompañados de otro de Kenneth Frampton quien había sido asesor de la propuesta, y Augusto Komendant ingeniero a quien siempre llamo mi maestro, de primordial importancia en la concepción de la estructura del edificio. Se editaron 1000 ejemplares y pagó su producción una entidad privada que ya no existe, gracias a la generosidad de Diana Feo y Gustavo Tamayo. Y por fin una tarde, un mes después de instalado el nuevo Presidente de la República, se presentó el libro en la vieja sede de la Galería de Arte Nacional, en acto presidido por su Directora hasta ese momento Bélgica Rodríguez–poco después destituida– ya intimidada por los nuevos tiempos y por ello bastante menos partidaria del proyecto, pero hasta cierto punto obligada a seguir adelante con la iniciativa editorial.
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En los años sucesivos nuestro contacto se hizo distante a tono con la erosión cultural –de la sinceridad, de la independencia de criterio– producto de las circunstancias políticas de entonces. Me dediqué, paralelamente a mi trabajo profesional, a organizar unos cuantos eventos de arquitectura, en uno de los cuales, el Seminario sobre Arquitectura Española, participó William; y en algunos casos, como cuando decidió junto a Martín Padrón y María Teresa Novoa trabajar en la publicación de un número de la revista del Colegio de Arquitectos dedicada al desarrollo que el arquitecto colombiano Jack Dornbush, gracias a sus altas conexiones políticas, había promovido en terrenos de Montalbán con el nombre del Juan Pablo Segundo, estuve abiertamente en contra.
En ese largo período, más de diez años, la actividad por él desplegada en la esfera pública mediante publicaciones, organización de foros y discusiones, su participación en la Fundación Museo de Arquitectura, la labor periodística y la producción de publicaciones, fue muy intensa y positiva para la cultura venezolana desde la arquitectura como centro. Destacó por ejemplo, producto de su trabajo en la División de Arquitectura de la Galería de Arte Nacional, su organización allí de la Exposición Los Signos Habitables (1985) estupenda muestra de trabajos de José Miguel Galia,Tomás Sanabria, Fruto Vivas, Jesús Tenreiro, Jorge Castillo y Gorka Dorronsoro, que circuló por Latinoamérica después de un tiempo en Caracas, y también en la GAN la Exposición La Casa como tema (1989), muy interesante muestra del estado de las búsquedas de los arquitectos venezolanos a partir de la vivienda aislada de alto costo, criterio expositivo con el especial mérito de superar los vacíos prejuicios del izquierdismo crítico-arquitectónico. Y muchas más cosas que sería largo citar, las cuales en número y en calidad contratan con la aplastante pobreza de iniciativas del Museo de Arquitectura revolucionario de los últimos años, con presupuesto y con burocracia, dirigido hasta hace muy poco por un activista político que en definitiva mostró su escasa conexión con la realidad de nuestro ejercicio y su pasión por el cultivo de la ideología de la exclusión.
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Y tal vez el último capítulo que como experiencia personal me reveló la importancia que en nuestro medio tuvo nuestro amigo como mediador entre los arquitectos y la gente en general, labor necesaria en una sociedad como la nuestra porque ayuda a dirigir mejor la mirada colectiva, tuvo que ver con un trabajo público que logré hacer fuera del vasallaje político impuesto por el Régimen: un centro de Salud, el Ambulatorio de Las Minas de Baruta, en un barrio de sectores humildes de nuestra capital encargado por la Alcaldía que presidía Enrique Capriles Radonsky. Tuve acceso a ese encargo –modesto pero muy significativo para mi experiencia– fuera de toda cuestión política, gracias a que William Niño sin yo saberlo propuso mi nombre ante los altos funcionarios de la Alcaldía, lo cual también hizo para otro trabajo con Gorka Dorronsoro, muy capaz arquitecto ya fallecido alineado con la revolución. En algún momento del año 2001 afectado por haber tenido que desmantelar mi oficina y sin trabajo, me sorprendió una llamada del Director de Salud Gustavo Villasmil, quien a partir de ese momento se convirtió en el mejor cliente público que he tenido, para decirme que sería el arquitecto de un centro de asistencia que concebimos como una inserción destinada a impulsar el mejoramiento del sector y núcleo generador de espacio público, asunto clave en nuestras zonas marginales. Fue, por cierto este trabajo el comienzo de una relación profesional que culminó unos años después con los proyectos –y construcción– de siete escuelas en zonas rurales o deprimidas –ya fallecido Niño Araque, pero a pesar de que lo he escrito ya en otra parte, para mí no solo es un deber moral destacar su función mediadora y expresar de nuevo mi agradecimiento, sino insistir en que en una realidad como la venezolana los críticos deben asumir la particular responsabilidad de señalar más allá del tema de los allegados y amigos y apoyarse en sus juicios de valor para facilitarle a otros el acceso a los encargos, una labor difícil y acaso delicada en términos éticos pero siempre mejor que una discrecionalidad basada en un tipo de clientelismo político o social.
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Y llego a la extensión habitual de estas entradas. He escrito siguiendo el hilo tendido desde la anterior, y como digresión al fin, se ha distanciado de Humboldt y algunas consecuencias del apasionante tema de nuestra relación con el medio natural que nos rodea. Se ha centrado en una persona –a quien veo desde mi relación con ella porque fue mi contemporáneo– haciendo un esfuerzo que por ser lo más fiel posible a como la vi cuando estaba en este mundo. Como todos nosotros, fue actor de muchas cosas diversas, unas mejores que otras, en un medio como el nuestro que nos hace ser erráticos –un calificativo que usó certeramente William para referirse a mí, dicho sea de paso– y también desenfadados, rasgo que he terminado por considerar, a raíz de la confrontación con otros ámbitos, una de nuestras virtudes venezolanas.
En el tiempo transcurrido desde la última entrada –la publiqué el seis de Enero hace tres semanas– sorprende e intimida el avance de la catástrofe venezolana. Sigue uno sin entender cual es el propósito de la camarilla gobernante y de su milicia de ideologizados. Parece imposible que alguien quiera edificar algo duradero de la destrucción, no producida por un enfrentamiento cruento sino por una deliberada invención de guerras, terrorismos, connivencias y traiciones, basada en mentiras erigidas en verdades. Es tan evidente el despropósito que cuando baje la marea, que bajará, quedará evidente uno de los más criminales absurdos que desde la izquierda radical y su religión laica se habrán perpetrado en suelo americano.
He dicho aquí que desde hace ya tres meses he estado fuera de Venezuela acogido por una familia, la de mi hija, que me ha alejado de una situación con episodios que gente por lo general moderada no ha dudado en definirla como infernal, así que no sé si podré tener la mínima calma que exige escribir. Ya veré. Entretanto aquí queda este testimonio sobre un venezolano ni heroico ni temeroso, simplemente valioso como lo exige la civilidad.