ENTRE LO CIERTO Y LO VERDADERO

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Oscar Tenreiro

A quienes han permanecido fieles a este Blog les habrá extrañado el repentino cese de mis actividades de proveedor de textos, el último el 28 de Octubre de 2018. Estoy escribiendo estas líneas el 5 de Febrero de 2019, a tres meses y medio de distancia: semejante hiato hace necesaria una explicación.

Sigo en la muy intensa tarea de publicar un libro sobre mi trabajo con el patrocinio, y más que patrocinio, el compromiso de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Valencia (ETSAV), España, representada en la persona del colega José María Lozano, compromiso al cual me referí en la Digresión 38 publicada en el Blog el 29 de Julio del pasado año. Conjuntamente con el libro se presentará una exposición que se ajusta a un guion bastante diferente del que había sido previsto. Tiene carácter antológico, ilustra mi trabajo como arquitecto a lo largo de más de cincuenta años. La intensidad de ambos proyectos ha sido tal que me debí sumergir en una especie de retiro, el cual modificó muchas de mis expectativas, entre las cuales la de ir publicando aquí el texto del libro a medida que se iba formando. En efecto, a pesar de que publiqué 13 entradas de Todo Llega al Mar, hacerlo me resultaba cada vez más problemático y parecían entremezclarse demasiado las exigencias de ambos ámbitos (el del libro y el del Blog) convirtiendo la publicación en el Blog en algo un poco forzado que restaba dedicación a las exigencias del libro. Así que decidí dejar de publicarlo hasta que ahora, aquí en Valencia en las actividades previas a la apertura de la exposición, ya terminada mi parte del trabajo, puedo retornar a este Blog y cumplir con los lectores y conmigo mismo, porque como es obvio para quien lo haya seguido desde que se inició, comunicar inquietudes por esta vía es para mi un asunto de la mayor importancia.

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Y retomo la actividad en momentos en que se abre un paréntesis de esperanza que tiene a la mayoría de los venezolanos a la expectativa, deseosos de que finalmente cese la pesadilla que ha destruido nuestro país en los últimos veinte años. Que se abra espacio para el reencuentro, el reconocimiento del otro, la sensatez, y que se vayan a sus guaridas los criminales que nos han oprimido, para salir de ellas sólo a rendir cuentas.

Ante esta coyuntura, reaparece con fuerza la queja –o más bien el alegato– que he hecho sistemáticamente desde que comencé a escribir en este espacio el 24 de Mayo de 2007, hace casi doce años. Dirigido en especial a quienes habían sido personas de mi confianza y afecto, muchos de ellos antiguos estudiantes en quienes había confiado y que, abandonando los principios que decían defender cuando estaban lejos del poder, comprometieron la soberanía sobre sí mismos (así habló Ernest Cassirer de los incondicionales del führer y lo comenté ese 24 de Mayo) al hacerse parte de la locura que durante dos décadas se apoderó de Venezuela. Y desaparecieron para mí, por igual, la confianza y afecto, cuando la fisonomía de estos antiguos amigos dejó de ser reconocible, se transformó en disfraz, en caricatura. Quienes hace doce años podían parecer confundidos por el brillo del Poder o arrastrados por la corriente de acontecimientos que fueron en realidad vertiginosos, se convirtieron en simples cómplices. Y no sólo ideológicos como les gustaría serlo, sino cómplices de la agresión, el abuso, la ilegalidad, la deshonestidad, la crueldad, la mentira y el crimen. Sus manos están manchadas y sus argumentos en descargo sólo valen para quienes como ellos están dispuestos a todo para justificar desatinos en nombre de su elemental concepción del mundo. Ahora se harán conscientes de que alinearse con el Poder en democracia exige reconocer al adversario y respetarle sus fueros y sus derechos, mientras que hacerlo con el Poder Dictatorial es justificar a una cúpula cómplice que busca aplastar al disidente para perpetuar su violencia, su cinismo y el ejercicio de la intimidación.

¿Y qué lograron al sacrificar su soberanía? Encumbrar a una camarilla en la cual no hay una sola figura merecedora de respeto. Confirmaron con su conducta la autoridad de una galería de próceres revolucionarios cuyos nombres producen vergüenza. Y ojalá no insistan en evocar al Supremo Conductor olvidando que fue el fundador de la catástrofe. Sería ya demostración de ceguera irremediable.

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Pero dejemos atrás ese episodio –que podría ser triste si no indignara– y vayamos hacia el momento que estamos viviendo.

Al respecto cabe decir que la experiencia venezolana parece indicar el cierre de un ciclo de dudas y el comienzo de uno de certidumbres: una de ellas la de la necesidad de un acuerdo político y social que relegue las divisiones innecesarias, los enfrentamientos estériles que prepararon el terreno a la tragedia. Y tal vez podríamos esperar que nos encaminemos a tratar de sustituir la improvisación y los impulsos con la previsión y la reflexión, rasgos claves del crecimiento cultural. Lo necesitamos porque la debilidad de nuestras instituciones, síntoma de una insuficiencia que ha sido crónica en la sociedad venezolana, sólo será superada con la ampliación y profundización del conocimiento de lo que somos como sociedad, fundamento de toda cultura.

Y no podemos dejar de tener ciertas expectativas en cuanto al cambio que esperamos respecto al modo de ver la ciudad y su arquitectura. Ciudad que ha sido vapuleada y menospreciada por el populismo que irrumpió incontenible en el juego político venezolano desde la caída del otro Dictador hace sesenta años. Consecuencia de carencias culturales que han impedido reconocer el papel esencial que la arquitectura tiene en la construcción del espacio público y el mejoramiento de la calidad de vida urbana, punto de apoyo del desprecio a la ciudad que se hizo ideología –política de Estado– en estos últimos veinte años. Carencias que se manifiestan a su vez en todas las voluntades, en todos los espíritus sin importar su alineación política, porque son –precisamente– de raíz cultural.

Y cabe aquí narrar un caso personal que me sirve como comprobación de lo que digo: después de haber sido elogiada como una obra ejemplar, el Ambulatorio José María Vargas del barrio Las Minas en Baruta, proyecto del cual estoy orgulloso y que al mostrarlo fuera de Venezuela ha sido visto con especial interés como muestra de una actitud novedosa ante la arquitectura institucional como instrumento de cambio de la ciudad informal, ha sido tratado por los alcaldes sucesores de Enrique Capriles, bajo cuyo mandato se construyó, ambos alcaldes de oposición, prometedores personajes de los nuevos tiempos de la política venezolana, con un desprecio y una irresponsabilidad que pareciera parte de un encono de origen político. ¿Cómo justificar este absurdo si no es en nuestras carencias, por hábitos que han echado raíces profundas que sólo la reflexión podrá ayudar a superar? Cuando alguna de estas noches recientes he transitado frente al edificio y lo veo sin la luz apropiada, castigado por el abandono, la plaza interna pensada para el disfrute colectivo cerrada, ninguna actividad de custodia; y lo que es peor, cuando de día puedo apreciar la forma abusiva como ha sido tratado, la suciedad, en definitiva el abandono casi programado, reflexiono sobre la necesidad urgente de promover un debate amplio que sirva de ayuda para erradicar semejantes formas de proceder.

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Poster de la Exposición sobre mi trabajo que se abre en la Escuela de Superior de Arquitectura de la Universidad de Valencia-España (ETSAV) el próximo día 14 de Febrero. Los curadores son José María Lozano y Antonio Ochoa Piccardo.

Ese ha sido uno de los puntos que he tratado en las intervenciones públicas que han acompañado la exposición y la edición del libro que refiero al inicio de estas líneas, el de las inmensas dificultades que enfrenta la construcción de arquitectura institucional en Venezuela. En un país donde el dinero prácticamente ha rodado por las calles para emplearse en las empresas más absurdas, en inversiones sin destino claro, siempre abriendo un nuevo capítulo del saqueo criminal a los dineros del Estado, son escasísimos los casos en los cuales se ha sido generoso para dotar de prestaciones adecuadas a la arquitectura pública. Siempre se plantea una lucha contra presupuestos incompletos, formas de construcción inadecuadas, equipamientos improvisados, amenazas prematuras de ruina, cambios de especificaciones abusivas sin apoyo técnico serio, interrupciones de los procedimientos. Interferencias de todo orden que hacen que lo pensado en la etapa de proyecto sea casi imposible de cumplir. Haciendo hasta cierto punto inalcanzable una arquitectura que a la vez que busque superar lo rutinario aspire a convertirse en patrimonio cultural. Todo lo cual actúa a favor de una visión de la arquitectura adocenada, carente de aspiraciones, estrictamente ligada a necesidades básicas reducidas y disminuidas a conveniencia, y sin otra expectativa que cumplir con los requisitos mínimos.

Eso debe cambiar, no puede haber duda, y ya desde este momento en el cual despuntan esperanzas debe decirse con toda claridad. Sin que pensemos que una asociación gremial como el Colegio de Arquitectos, secuestrado por una directiva que desprecia la democracia interna y procede en la misma línea de conducta de la dictadura, pueda siquiera abrir la boca para promoverlo.  Por allí será necesario comenzar el cambio.

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Y a tono con estos razonamientos apuntamos hacia lo que ha sido para mí la principal ventaja de estas actividades fuera de mi secuestrado país: poner sobre la mesa las razones por las cuales nuestra palabra como arquitectos que luchamos en un medio cultural limitado, con mucho de agreste, proclive a la confusión y sobre todo inmaduro hasta el punto de no comprender en qué consiste su especificidad; poner sobre la mesa repito, los puntos de vista que ayudarían a definir caminos más amplios para una visión de la arquitectura que está notoriamente empobrecida por los lugares comunes del consumo de novedades o los arrestos académicos de una crítica demasiado marcada por la retórica. Es esa una tarea tanto más importante por cuanto las principales víctimas de nuestra ausencia en el debate internacional son los más jóvenes, condenados a formarse en un medio que niega espacio sistemáticamente a la construcción de buena arquitectura y evade –siguiendo la muy venezolana tendencia de no enredarse demasiado– toda discusión seria dirigida a fundamentar los juicios de valor. Se forman así arquitectos jóvenes que lo desconocen todo respecto a su propio país y reciben sólo a cuenta gotas información sobre las luchas de sus mayores porque a la falta de oportunidades de construir se suma la ausencia de publicaciones y foros de discusión… aparte de que las aulas universitarias, en estas dos últimas décadas fatídicas están al borde de la ruina total.

Si sé bien que sólo me represento a mí mismo, que no puedo hablar por otros, también sé que lo que digo es fruto de condiciones sui-generis que no sólo tienen la muy notoria dimensión política que han adquirido con los recientes acontecimientos, sino, insisto en ello, remiten a una dimensión cultural que está por ser entendida, discutida y aceptada como una cara más de esa diversidad del mundo de la cual tanto se habla y tan poco se asimila.