El Hombre Nuevo, el Buen Salvaje y el Espíritu de Secta en la Venezuela de hoy. (2)
Oscar Tenreiro
Si hemos hablado del origen esencialmente religioso del concepto del hombre nuevo, igual ocurre con la idea –o mito– del buen salvaje. Aparte de todo lo que hemos dicho, cuando los clérigos del siglo dieciséis elogiaban al salvaje americano lo hacían considerando al aborigen como prójimo que debía ser amado y respetado en el sentido evangélico, es decir, confiriéndole una dignidad como la de todos los seres humanos. Un concepto que Jacques Maritain (1882-1973) llamó siglos después la dignidad de la persona humana, recalcando sus raíces cristianas, elaboradas por Santo Tomás de Aquino.
Ambos conceptos, como dijimos, han sido apropiados por la práctica política radical distorsionando sus fundamentos. El hombre nuevo asociado a las expectativas revolucionarias deviene en una caricatura, porque está justificado por objetivos políticos inequívocamente materialistas que dependen de circunstancias externas que lo alejan del sí mismo. Y por otra parte, la bondad atribuida al aborigen, cuando según la analogía que propusimos se convierte en el hombre del pueblo revolucionario, se erosiona y se hace relativa porque dependerá de su sujeción política –con todo lo que eso significa– a los fines de la revolución. La mirada afectuosa y admirativa hacia el hombre del pueblo-buen salvaje se suspende en cuanto éste se convierte en ser deliberante que cuestiona e inquiere sobre la legitimidad de la dirección del Estado. La visión condescendiente se agota si ejerce su soberanía personal, aunque lo haga solo como cuestionamiento moral –no subversivo, guerrero– porque la preservación del poder revolucionario no tolera disidencia alguna expresada y sostenida desde fuera. Actitud que es de evidente carácter sectario.
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Aquí tocamos el tercer tema del título.
Todo grupo cuyos miembros se comprometen con un determinado objetivo y en función de ello cultivan las relaciones entre sus miembros a partir de actividades de formación de conciencia (charlas, reuniones informales, grupos de estudio, deliberaciones diversas) dirigidas por un líder o grupo de líderes, tiende a hacerse secta. Y es propio de las sectas, precisamente, reprimir la disidencia o verla como una traición. Nadie puede manifestarse fuera de los límites fijados por la dirección del grupo, que funciona generalmente a la manera de una Gran Conducción –tal como llama Kafka a la autoridad suprema– invisible y rígida. Autoridad que requiere ser objeto de culto para reafirmar su infalibilidad. El culto a la personalidad, práctica característica de las monarquías de siempre, de los autoritarismos de todo tipo y muy especialmente de las revoluciones modernas. O sus caricaturas, como lo sabemos los venezolanos.
El Espíritu de Secta se hace presente en toda organización que funciona autoalimentándose y protegiéndose de influencias externas. Así ha ocurrido con los grupos cristianos que actúan a favor de una espiritualidad novedosa –una ascesis no tradicional– suscitando en no pocos casos escrutinios provenientes de las altas jerarquías eclesiásticas. Sin que dejemos de mencionar la infinidad de sectas cismáticas –o próximas a ello– que se han producido a lo largo de los siglos en el desarrollo de la cristianización universal. Y sectas se han formado también y se siguen formando en el seno de otras religiones.
Pero hay que hacer una distinción: las sectas religiosas promueven una revisión hacia adentro que apunta hacia la intimidad, focalizada más bien en modos específicos de vivir y practicar los preceptos religiosos sin pretensión de sojuzgar sino de convencer. No tratan de apropiarse de las estructuras de poder sino de influirlas. Las sectas religiosas actúan en general dentro de sus propios límites buscando ganar adeptos. Las sectas religiosas no persiguen. Las sectas religiosas son perseguidas.
Con las sectas políticas cuyo fin es la subversión del Poder establecido ocurre algo muy diferente. Sin duda son también perseguidas, pero funcionan buscando éxito hacia afuera, el objetivo de su acción está más allá de los límites de la secta. Se desinteresa del mundo íntimo –su hombre nuevo es simple herramienta para sus fines– y se focaliza en la acción externa. Porque la secta política radical quiere transformarse en fuerza que actúa con fines de subversión y de modificación de las estructuras del Poder, subversión que puede ser violenta y cruenta. Y una vez tomado el Poder y en marcha los cambios que propone, amplía los mecanismos de represión típicos de la secta, los desarrolla hasta institucionalizarlos. El culto a la personalidad, la propaganda permanente, los programas de ideologización, la represión selectiva, el castigo de la traición, son evoluciones de prácticas sectarias. Lo que en la etapa preparatoria se realizaba en los límites de un grupo o de una constelación de grupos, con la toma del poder se convierte en mecanismo apoyado por recursos del Estado. El Poder revolucionario se refuerza expresándose y actuando como secta. Es sectario por naturaleza. Por eso, entre otras razones, no puede ser democrático. La democracia es su enemiga.
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Forma parte pues de la actividad de las sectas subversivas revolucionarias la violencia contra otros, contra los representantes del poder establecido –la violencia también se hace selectiva– la cual puede incluir, la ha incluido históricamente, la eliminación física del oponente o incluso de sus propios miembros si se desvían de los objetivos trazados. Así ocurrió con las sectas que antecedieron a las revolucionarias, las de origen nihilista de los años finales del zarismo ruso, las cuales describe magistralmente Dostoyevski en su novela Los Demonios. En ella hace un retrato descarnado y demoledor –conocía el monstruo por dentro– de lo que serían en las décadas posteriores las células revolucionarias del marxismo-leninismo.
Hace hablar así a uno de sus miembros:
…Rusia aparece cubierta de una red inmensa de pequeños grupos. Cada uno de estos núcleos de activistas, haciendo nuevos prosélitos y multiplicándose indefinidamente, procura mediante una propaganda sistemática menoscabar el prestigio de las autoridades locales, sembrar la confusión entre la población rural, promover el cinismo y el escándalo, el descreimiento en todo lo habido y por haber, el ansia de algo mejor y, por último, recurriendo a los incendios como medio especialmente eficaz para impresionar al pueblo, lanzar el país a la desesperación si ello es necesario…Los Demonios- Fedor Dostoyevski- Tercera Parte pág. 701-Alianza Editorial 2016. (Es inevitable preguntarnos aquí: ¿no es precisamente hacia la desesperación a donde se ha lanzado a Venezuela?).
Pero además de la promoción del cinismo y el escándalo, la secta política puede aceptar la actividad criminal si ésta contribuye –a criterio del liderazgo– a los fines revolucionarios. Dudo que algún revolucionario se escandalice de esta observación, porque el terrorismo ha estado siempre en el horizonte de toda célula revolucionaria, y el terrorismo es crimen. Pero aparte de eso bastaría examinar cuidadosamente la fenomenal evolución de la actividad criminal en Venezuela a lo largo de las dos últimas décadas y cómo desde lo más alto se estimuló la impunidad.
Y se entiende mejor la aceptación estratégica –no programática– del crimen puro y simple, en nombre de objetivos finales porque, desde el momento en el que está dispuesto a aceptar la violencia, al sectario se le plantea un dilema de muy difícil solución: definir con claridad los límites dentro de los cuales ella se justifica. Tarea ímproba porque siempre se encontrarán razones para justificar lo que actúa a favor de la salvaguarda del Poder Revolucionario: dentro de los límites de la secta la revolución viene a ser la suprema justificadora de cualquier violencia realizada en su nombre. Y la última palabra justificativa o no del crimen la tendrá, no el sectario y su conciencia, sino el Líder objeto de culto –llámese Stalin, Lenin, Mao o Fidel– y su versión personal de la moral revolucionaria, que variará con las circunstancias y con su buen o mal juicio. En resumen, el crimen es tolerado en virtud de la dificultad y en cierta medida la imposibilidad de decir de modo claro cuando no se justifica la violencia. La violencia mortal incluyendo al crimen en nombre de la revolución ha sido una de las tentaciones permanentes del andar revolucionario.
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Dostoyevski también fue un cultor del mito del Buen Salvaje. En la estupenda biografía del americano Joseph Frank (1918-2013), en el volumen dedicado a los últimos años de la vida del escritor, se habla y se ilustra con muchos de sus textos –apuntes, fragmentos de sus escritos– acerca de su creencia casi religiosa en lo que los revolucionarios más recientes llaman los poderes redentores del pueblo. Para él se trataba del pueblo ruso como depositario de todas las mejores herencias –despojadas del pulimento pro-europeo y recalcadas por su extrema religiosidad natural– y de modo similar lo era para muchos de sus compatriotas que simpatizaban o formaban parte de lo que en Rusia se llamó el Movimiento Eslavófilo.
Luego de su muerte (Dostoievski murió en 1881) a lo largo de lo que quedaba del siglo diecinueve prolongándose hasta las décadas del veinte anteriores a la Segunda Guerra, el culto al hombre sencillo como fundamento del cambio social se tuvo que confrontar con desarrollos perversos de la idea como fue la glorificación del pueblo de ascendencia aria cultivada por el nazismo acompañada del antisemitismo criminal, o las políticas represivas del estalinismo contra los más vulnerables –el pueblo llano– que condujeron al exterminio de millones. Pero aún así la visión exaltada del hombre sencillo-buen salvaje ha seguido disfrutando de prestigio entre las mentes pensantes del mundo occidental, si bien con las adaptaciones propias de las distintas perspectivas nacionales y a pesar de haberse probado en los procesos políticos la relativa ingenuidad de puntos de vista similares a los del gran escritor. Si a ello sumamos lo que mencionaba mucho más arriba acerca de los cambios que trajo el mejor conocimiento de la psique humana, podría pensarse que el mito del Buen Salvaje sería relegado al olvido; sin embargo, la fascinación que produce el hombre en las márgenes de la sociedad como portador de valores que se pierden con su integración a ella, sigue vivo y bien, tanto en la visión revolucionaria como en la del populismo de cualquier signo: todos los movimientos contestatarios quieren apoyarse en el culto al ámbito de lo popular y todo movimiento político pretende ser mensajero de las aspiraciones populares. Culto y aspiraciones que confieren una legitimidad aparente.
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La secta tiene para la mayor parte de las personas un atractivo natural. El sectario deposita en la secta muchas de las ansiedades en torno a la propia identidad y a las decisiones que el contexto exige. En la secta en cierto modo se descansa, es como un remanso regido por el consenso. Y si los objetivos de la secta se van logrando, en esa misma medida su atracción se hace mayor. El sectario acepta como válidas y superiores las razones y objetivos de la secta, ella lo representa. Ser parte de la secta es –lo he dicho con frecuencia– renunciar a la soberanía sobre sí mismo. Y por esa misma razón, en un tiempo histórico en el cual la masificación, la indiferenciación, se impone y lo personal se desdibuja, cuando encontrarnos con los motivos que nos definen como seres irrepetibles se hace difícil en la marea uniforme que lo arropa todo, abrazar una secta es como descansar de esa difícil búsqueda que nos exige introspección, dejar de lado la siempre presente dificultad de conocerse a sí mismo para entregarla al grupo y a los que lo dirigen o manipulan.
Por esas mismas razones, el sentido de secta es de utilidad especial para los procesos contestatarios o revolucionarios que exigen actuar en concierto, como ya dijimos, con directrices emanadas de un líder que interpreta la realidad y decide el camino a seguir, la estrategia a respetar, exigiendo de los miembros menores del grupo sujeción total. La secta impulsa a actuar entendiendo que lo que le conviene a la secta es idéntico a lo que le conviene al que forma parte de ella. Cuando se es parte de una secta, todo individuo exterior a ella pasa a convertirse en ajeno, extraño, incluso potencial enemigo, a pesar de todas las cercanías que pudo haber habido con éste. Por esa razón el sectario puede separarse de su familia, de sus amigos, de su pasado incluso, en aras de los objetivos de la secta.
Seguramente por eso es que en un país en el cual parece imponerse como un peso imposible de contrarrestar la masificación y la uniformidad, en un país donde la soledad acecha gracias al individualismo y el culto al trabajo: en los Estados Unidos de América, hay sectas de todo tipo, desde la internacionalmente conocida Ku Klux Klan,
hasta la muy reciente secta sexual con el raro nombre de Nxivm, pasando por miles de otras entre las cuales la de los que sostienen que la tierra es plana, las de los negadores de la evolución o el cambio climático, las de las conspiraciones (Qanon), los OVNI, o sectas desviadas de su origen evangélico como la del Templo del Pueblo de Jim Jones que en 1978 impulsó en Guayana Esequiba https://es.wikipedia.org/wiki/Jonestown varios asesinatos y el suicidio colectivo de más de 900 personas.
Sin que olvidemos sin embargo que la ley en un país democrático, y sobre todo en la tradición estadounidense, en fin de cuentas regula, limita y en muchos casos desmantela a las sectas (hay en este momento un juicio contra Nxivm) como es normal en una sociedad donde rige la Ley. Y si bien es cierto que toda organización política corre el riesgo del sectarismo, la dinámica democrática actúa como factor regulador y moderador de esa tendencia.
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El Hombre Nuevo, el Buen Salvaje y el Espíritu de Secta, son conceptos que han sido manejados por los ideólogos de la revolución bolivariana. En ellos se fundamenta mucha de la retórica de sus portavoces. Examinarlos someramente como he intentado hacer, revela hasta qué punto han sido usados con hipocresía y falsedad intelectual. Es necesario decirlo cuando va quedando claro con la crisis actual que no sólo ha sido disfrutar de beneficios lo que ha conseguido apoyos para el Régimen, sino que las voluntades de los más desinteresados –los más puros podría decirse– han sido captadas a base de nociones vacías que han hecho el papel de señuelos. Y como la ideologización en fin de cuentas ha prendido en algunos sectores, es importante que dejemos clara la debilidad de los razonamientos que la apoyan.
El tema del Hombre Nuevo, por ejemplo, figuró en el discurso del Gran Jefe e influyó para que se le reconociera un aura de abnegación y profundidad que no pasó de ser, como casi todo en él, una pose. Pose que se entremezclaba con pronunciamientos de tinte religioso propios de esa condición de simulador que se empeñan en ocultar, adornar o justificar los despistados –o adulantes– del Régimen que todavía insisten en que lo caracterizaba un pensamiento. Bastaría para apoyar lo que digo examinar la primera fila de la dirigencia revolucionaria que él mismo apoyó y colocó en lugares claves. En ellos no hay novedad alguna a menos que sea la refinación de la maldad, o el nivel al que ha llegado su corrupción. El historial personal manchado de toda clase de culpabilidades incluyendo al asesinato y la tortura es de tal modo evidente que uno se pregunta cómo hacen los que aún apoyan al Régimen para no ver en cada uno de esos dirigentes una negación tajante de todos los principios ideológicos que han invocado para sustentar la legitimidad de la revolución. Conocerlos y seguir hablando del hombre nuevo sólo es posible si se apela a aquello en lo cual han sido ejemplares: el uso del cinismo. Un cinismo refinado elevado a la categoría de virtud.
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En eso precisamente, en una mezcla de mitos, medias verdades, además de puro y simple cinismo que permite convertir al vicio en virtud (la debilidad hacerla fortaleza, decía Mao) lo que constituye la sustancia ideológica de la revolución bolivariana. Repiten con ello lo que ha sido tradición Latinoamericana: se habla de representar al pueblo y en nombre de éste se adelantan políticas que actúan en su contra. Y cuando ese pueblo reacciona y se rebela, ya en la desesperación como es el caso venezolano, deja de ser bueno y salvaje para convertirse en traidor. El pueblo que sirvió de apoyo para asaltar el poder, cuando ya no es dócil se transforma en enemigo merecedor de represión.
Solo así puede entenderse la indiferencia de los dirigentes del Régimen ante la explosión de un país del cual más de cuatro millones de sus ciudadanos han escapado agobiados por limitaciones de todo orden. Para los ideólogos revolucionarios tutelados por la experiencia cubana, los protagonistas del éxodo son los impuros, los réprobos contaminados con el deseo de una libertad falsa. Son candidatos a la disidencia y lo prueba su búsqueda de otros horizontes. Para el Régimen el emigrante es un potencial enemigo, el que emigra descubre con su acción su calidad de contrarrevolucionario. Si resulta indiscutible que la emigración forzada impulsada por la política de destrucción económica es uno de los peores males de la situación venezolana, para los ideólogos en el Poder no es sino una desviación inducida por los enemigos de la revolución que debe ser vista con distancia. Eso explica que muchos cómplices del Régimen que son hijos de emigrantes y por eso mismo conocen todos los desajustes que la emigración trae consigo, sean silenciosos ante tan inmenso daño.
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Pero tanto el silencio culpable como la inexplicable indiferencia, son también prueba de los efectos del espíritu de secta en el proceso de oscurecimiento de la racionalidad individual. El espíritu de secta actúa produciendo una especie de abjuración respecto a lo que se creía y defendía, además del distanciamiento de los afectos, por más entrañables que hayan podido ser. Desde tiempo atrás he escrito sobre ello desde el ángulo ético, pero tomé conciencia mas clara de la cuestión de la secta hace unos años, cuando la hija de una amiga lejana, para explicarse la razón de haber roto relaciones con su madre, quien con la actitud obstinada del converso se negaba a aceptar razones que no fuesen las revolucionarias, me dijo que había entendido que su madre se había hecho miembro de una secta. Su observación me sirvió para explicarme mejor el derrumbamiento de vínculos establecidos, de relaciones humanas que habían madurado con los años. El revolucionario necesita del espíritu sectario para sostenerse psicológicamente. Se aleja de quien está fuera de su secta porque lo ve como alguien que persiste en el error, por cercano que haya sido.
En Venezuela, el Líder y sus cómplices lucharon luego de unos primeros años de relativa flexibilidad, y sobre todo a partir del conato de Golpe de Estado de Abril de 2002, por establecer y consolidar el espíritu sectario porque vieron en él su supervivencia. Para lograrlo recurrieron a toda clase de mecanismos represivos y de formación ideológica que han sido parte de una tutela que desde Cuba y basándose en la experiencia dinástico-totalitaria de ese país a lo largo de medio siglo, se extendió a todos los niveles del Régimen venezolano. Y es así como hoy en Venezuela puede decirse que ejerce el poder una secta. La fundó un simulador y la sostiene una pandilla criminal. Simulador cuyo pensamiento se resume en la palabra hipocresía.